lunes, 14 de diciembre de 2015

La lavandera del Belén

      

Junto al carpintero, el pescador, el leñador o la posadera, la lavandera, arrodillada permanentemente a la orilla del río es uno de esos personajes entrañables del Belén que no puede faltar en el mismo. Sin embargo, a diferencia de los anteriores, la figura de la lavandera se inspira en algunos de los textos apócrifos incorporándose a la iconografía navideña, aunque resulte muy poco conocida.

¿Por qué una lavandera en el Belén? Según los Evangelios Apócrifos, en el nacimiento de Jesús estuvieron presente dos parteras llamada Zelomí y Salomé, aunque también se las nombra como Zaquel y Zebel (Protoevangelio de Santiago, 17-20, Evangelio de Pseudo Mateo 13-14, Libro de la Infancia del Salvador 62-76, La Leyenda Dorada, etc.).


Estas mujeres, preparadas para atender en todos los aspectos a las parturientas, ayudarían a traer al mundo a Cristo y, tras el parto, lavarían en el río la ropa de la Virgen y Jesús. Ese trabajo, entre sacrificado y sagrado, quedará reflejado e inmortalizado para siempre en la celebraciones navideñas mediante su tradicional representación en el Belén: la figura de la lavandera.

En una obra anónima perteneciente a la decoración del Palacio de Riofrío de Segovia, se observa a la izquierda de la escena de la Adoración de los Pastores, como una de las parteras vuelve al pesebre con su colada sobre la cabeza.

También en el Santuario de Nuestra Señora de las Ermitas, a medio camino entre Viana y A Rúa, en Orense, figura, también a la izquierda de la escena de la Adoración de los Pastores, otra figura femenina que regresa al pesebre con un cántaro sobre la cabeza. Estas mujeres no solo se encargarían de atender el parto en sí, sino que realizarían todas las tareas posteriores de atención y ayuda a la madre y recién nacido.


“Y he aquí que una mujer descendió de la montaña, y me preguntó: ¿Dónde vas? Y yo repuse: En busca de una partera judía. Y ella me interrogó: ¿Eres de la raza de Israel? Y yo le contesté: Sí. Y ella replicó: ¿Quién es la mujer que pare en la gruta? Y yo le dije: Es mi desposada. Y ella me dijo: ¿No es tu esposa? Y yo le dije: Es María, educada en el templo del Señor, y que se me dio por mujer, pero sin serlo, pues ha concebido del Espíritu Santo. Y la partera le dijo: ¿Es verdad lo que me cuentas? Y José le dijo: Ven a verlo. Y la partera le siguió.

Y llegaron al lugar en que estaba la gruta, y he aquí que una nube luminosa la cubría. Y la partera exclamó: Mi alma ha sido exaltada en este día, porque mis ojos han visto prodigios anunciadores de que un Salvador le ha nacido a Israel. Y la nube se retiró en seguida de la gruta, y apareció en ella una luz tan grande, que nuestros ojos no podían soportarla. Y esta luz disminuyó poco a poco, hasta que el niño apareció, y tomó el pecho de su madre María. Y la partera exclamó: Gran día es hoy para mí, porque he visto un espectáculo nuevo.

Y la partera salió de la gruta, y encontró a Salomé, y le dijo: Salomé, Salomé, voy a contarte la maravilla extraordinaria, presenciada por mí, de una virgen que ha parido de un modo contrario a la naturaleza. Y Salomé repuso: Por la vida del Señor mi Dios, que, si no pongo mi dedo en su vientre, y lo escruto, no creeré que una virgen haya parido.


Y la comadrona entró, y dijo a María: Disponte a dejar que ésta haga algo contigo, porque no es un debate insignificante el que ambas hemos entablado a cuenta tuya. Y Salomé, firme en verificar su comprobación, puso su dedo en el vientre de María, después de lo cual lanzó un alarido, exclamando: Castigada es mi incredulidad impía, porque he tentado al Dios viviente, y he aquí que mi mano es consumida por el fuego, y de mí se separa.

Y se arrodilló ante el Señor, diciendo: ¡Oh Dios de mis padres, acuérdate de que pertenezco a la raza de Abraham, de Isaac y de Jacob! No me des en espectáculo a los hijos de Israel, y devuélveme a mis pobres, porque bien sabes, Señor, que en tu nombre les prestaba mis cuidados, y que mi salario lo recibía de ti.

Y he aquí que un ángel del Señor se le apareció, diciendo: Salomé, Salomé, el Señor ha atendido tu súplica. Aproxímate al niño, tómalo en tus brazos, y él será para ti salud y alegría.

Y Salomé se acercó al recién nacido, y lo incorporó, diciendo: Quiero postergarme ante él, porque un gran rey ha nacido para Israel. E inmediatamente fue curada, y salió justificada de la gruta. Y se dejó oír una voz, que decía: Salomé, Salomé, no publiques los prodigios que has visto, antes de que el niño haya entrado en Jerusalén”. (Protoevangelio de Santiago, Cap. 17- 20).


El “Protoevangelio de Santiago”, obra del s. II, es el escrito apócrifo más antiguo que se conserva íntegro, siendo, posiblemente, el que más ha influido en las narraciones sobre la vida de María y de la infancia de Cristo. Este escrito, en principio anónimo, fue atribuido a Santiago el Menor con el fin de asegurar su autoridad, aunque no existe ningún indicio que permita confirmar la autoría.

El término “apócrifo” fue adoptado por la Iglesia para designar los libros “sagrados” de autor desconocido, en los cuales se desarrollan temas ambiguos que, aun tratando temas sagrados, no tenían solidez en su doctrina e incluían elementos contradictorios a la verdad revelada. Esto hizo que estos libros fueran considerados como “equívocos y sospechosos” y en general poco recomendables.


La escena de las comadronas en el nacimiento de Jesús no solo se halla en el Protoevangelio de Santiago, como hemos señalado, sino también en el Evangelio del Pseudo Mateo cuya antigüedad se fija hacia mediados del siglo VI (Caps. 13-14):

“Te he traído dos comadronas, Zelomí y Salomé, mas no osan entrar en la gruta a causa de esta luz demasiado viva. Y María, oyéndola, sonrió. Pero José le dijo: No sonrías, antes sé prudente, por si tienes necesidad de algún remedio. Entonces hizo entrar a una de ellas. Y Zelomí, habiendo entrado, dijo a María: Permíteme que te toque. Y, habiéndolo permitido María, la comadrona dio un gran grito y dijo: Señor, Señor, ten piedad de mí. He aquí lo que yo nunca he oído, ni supuesto, pues sus pechos están llenos de leche, y ha parido un niño, y continúa virgen. El nacimiento no ha sido maculado por ninguna efusión de sangre, y el parto se ha producido sin dolor. Virgen ha concebido, virgen ha parido, y virgen permanece.


Oyendo estas palabras, la otra comadrona, llamada Salomé, dijo: Yo no puedo creer eso que oigo, a no asegurarme por mí misma. Y Salomé, entrando, dijo a María: Permíteme tocarte, y asegurarme de que lo que ha dicho Zelomí es verdad. Y, como María le diese permiso, Salomé adelantó la mano. Y al tocarla, súbitamente su mano se secó, y de dolor se puso a llorar amargamente, y a desesperarse, y a gritar: Señor, tú sabes que siempre te he temido, que he atendido a los pobres sin pedir nada en cambio, que nada he admitido de la viuda o del huérfano, y que nunca he despachado a un menesteroso con las manos vacías. Y he aquí que hoy me veo desgraciada por mi incredulidad, y por dudar de vuestra virgen.

Y, hablando ella así, un joven de gran belleza apareció a su lado, y le dijo: Aproxímate al niño, adóralo, tócalo con tu mano, y él te curará, porque es el Salvador del mundo y de cuantos esperan en él. Y tan pronto como ella se acercó al niño, y lo adoró, y tocó los lienzos en que estaba envuelto, su mano fue curada”.


Mateo y Marcos, dos de los evangelistas canónicos, son los únicos que realizan algún comentario sobre el Nacimiento de Cristo. En sus escritos no hacen ninguna referencia al suceso de las parteras, pero este episodio en los primeros siglos tiene una notoria influencia y es plasmado con profusión en la iconografía, siendo admitida, entre otros, por Clemente de Alejandría o San Zenón de Verona.

Desde las primeras representaciones, la figura de las comadronas se encuentra tanto en Oriente como en Occidente, como atestigua la conocida cátedra del obispo Maximiano de Rávena, fechada a mediados del s. VI. Realizada en marfil con fuerte influencia del arte bizantino, cuenta con varios paneles entre los que se encuentra uno con la escena del Misterio y en el que puede ver a la partera Salomé mostrando a María su brazo dañado.

En las abundantes representaciones posteriores aparecen una o dos parteras, ocupándose de atender a María y al recién nacido, al que fajan, sostienen, alimentan, atienden en la cuna o lo bañan, introduciendo así el naturalismo en la escena de la Natividad. A partir del siglo XIV debido a las “Revelaciones de Santa Brígida de Suecia”, las parteras asumen la posición de adorantes al estilo de ángeles o pastores. Esto se observa claramente en la obra de Jacques Daret, la Natividad, actualmente en el Museo Thysen de Madrid.

En el siglo XVI, el Concilio de Trento corrigió la historia de las parteras por considerarla poco seria, y las dos mujeres dejaron de figurar en las estampas del Nacimiento. Es verdad que desaparecieron completamente del pesebre, pero popularmente se trasladaron a la orilla de los ríos de los Belenes, construidos de cristal, con espejos o con papel de plata, donde, incansablemente, lavan la ropa de María y su Hijo.



- Lavandera. Asociación de Belenistas de Pozuelo de Alarcón.
- Anónimo. Palacio de Riofrío de Segovia.
- Anónimo. Santuario de Nuestra Señora de las Ermitas. Orense.
- Nacimiento de Cristo. Duccio da Boninsegna.
- San José secando los pañales del Niño (fragmento). El Bosco.
- Políptico de la Biblioteca Morgan.
- Nacimiento de Cristo. Giotto.
- Cátedra de Maximiano. Rávena.
- Relieve del Santuario de Nuestra Señora de las Ermitas. Orense.
- Natividad. Jacques Daret. Museo Thyssen de Madrid.
- Lavanderas. Manuel Cabral Aguado.


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