viernes, 30 de agosto de 2013

La Legio VII Gemina en el cine

     

La Legio VII Gemina, formada íntegramente por legionarios hispanos, es la fuerza militar que, a partir del año 74 o poco tiempo después, se estableció en el mismo lugar donde años antes se había acantonado la Legio VI Victrix. Este asentamiento militar permanente y prácticamente único en Hispania hasta la caída del Imperio, dará origen a la ciudad de León, capital que disfrutó de un gran protagonismo peninsular durante la Edad Antigua y Media.


Ya hemos comentado en otra entrada, lo inusual que resulta saber la fecha oficial de la formación de la Legio VII, en concreto de la “entrega de las águilas”, caso que no es conocido de ninguna otra fuerza militar romana. Esto es así, gracias a unas lápidas con inscripciones procedentes de la localidad leonesa de Villalís, fechadas en los años 163 y 184 dC, en las que se conmemora el natalicio de la legión, es decir el “natalico de las águilas”, el “ob natalem aquilae”, la fecha en que la unidad militar recibió sus insignias, sus águilas: el 10 de junio del año 68. Estas dos inscripciones se pueden contemplar actualmente en el Museo de la Basílica de San Isidoro de León.


La inscripción lápida izquierda del 163, dice así:


Las “águilas” eran otorgadas a la legión mediante una significativa ceremonia religiosa en el momento de su formación como unidad de combate, celebrándose cada año el aniversario de la creación. Era el día festivo denominado, “dies natalis aquilae”, en el que se renovaban los juramentos sagrados de fidelidad.

                                               

El águila, símbolo arcaico vinculado a IOM, Iuppiter Optimo Maximo, dios supremo y protector del pueblo y ejército romano, fue el emblema más importante de la legión, mostrándose en lo alto de un mástil, siempre con las alas desplegadas y rayos en sus garras. Estaba al cuidado de la primera centuria de la primera cohorte, y era portada por el que se consideraba el legionario más esforzado y curtido de toda la legión, al que se denominaba alquilifer. Antes de entrar en combate eran perfumadas y la ceremonia se repetía si lograban la victoria, adornándose con flores y laurel. Cuando la unidad militar entraba en combate, se situaba siempre detrás de la primera cohorte, sin embargo, en los desplazamientos marchaba al frente de la legión.

Y así, en escasos segundos, vemos desfilar a la Legio VII en la clásica película Quo Vadis (1951). Tras los correspondientes timbales, cornus y tubas, y la biga tirada por caballos blancos sobre la que se encuentra el “joven” nuevo emperador Servio Sulpicio Galba, que en realidad tenía 72 años, se puede apreciar las enseñas y el águila al frente de las tropas, a punto de realizar su primera entrada en Roma a mediados de octubre del año 68.


Curiosamente, la Legio VII recibe las águilas el día 10 de junio, el día siguiente del asesinato de Nerón, episodio distinto al que se muestra el film Quo Vadis, ya que en realidad se produjo a manos de su secretario Epafrodito  el día 9. Desde su creación, la legión hispana tardó únicamente 4 meses en entrar en Roma acompañando a su legati legionis y ahora emperador: Galba.

Entre el 68 y 70, la Legio VII es fiel protagonista de la convulsa historia del Imperio. Ese mismo año, en el 68, es enviada a Pannonia, la actual Hungría, cerca de la actual ciudad de Viena. Tras el asesinato de Galba en el conocido Lago Curitus del Foro, ocurrido el 15 de enero del 69, la legión se unió a la causa de Otón y se dirigió a Italia para enfrentarse al pretendiente Vitelio. Cerca de Cremona, en octubre del 69, se enfrentó a las legiones de Vitelio y en una sangrienta batalla nocturna, sufrió gravísimas pérdidas, aunque según cuenta Tácito, alcanzó en aquel momento la gloria:

 “… la Legio VII, formada por Galba pocos años antes (1 año) pasó grandes apuros. Muertos seis centuriones de los primi ordines y habiendo perdido algunas insignias, Atilio Varo, centurión primpilo, con gran desgaste del enemigo, pudo conservar el águila hasta su muerte”.

Parece probable que tras esta batalla adquiera el conocido epíteto de Gemina (doble, acoplada, gemela), al sufrir una importante pérdida de legionarios, que dio lugar a reestructurarla con hombres de otras unidades.

A los pocos meses entra de nuevo en Roma bajo el nuevo emperador Vitelio, para volver durante el año 70, probablemente, a su campamento de Pannonia. Hasta el 74 se encuentra combatiendo en Germania, para seguidamente, como ya hemos señalado, trasladarse definitivamente a su campamento en León.

Sin embargo, hasta la fecha estimada de su desaparición en el 422, donde los últimos integrantes de la legión al mando de Castinus son derrotados en la Bética por los vándalos, varias unidades son enviadas a combatir en distintos momentos a numerosos puntos del Imperio. Pero eso es otra historia.



- Servio Sulpicio Galba, alfrente de la Legio VII. Fotograma Quo Vadis.
- Quo Vadis (1951).
- Aras de Villalís (León).
- Águilas y enseñas romanas. Columna de Trajano.
- La muerte de Nerón. Vasily Smirnov.
- Galba. Museo Pío-Clementino (M. Vaticanos).
. Construyendo muralla romana. William Bell Scott.






jueves, 11 de julio de 2013

Francisco de Quevedo en León



En diciembre de 1639, a los 61 años de edad, Francisco de Quevedo llega a León para ser encarcelado en el Convento Real de San Marcos (hoy Parador Nacional). La decisión de encarcelar a Quevedo en dicho Convento se debió, probablemente, a dos circunstancias: la importante distancia que le separaba de Madrid y ser el claustro leonés feudo de la Orden Militar de Santiago cuyo hábito vestía Quevedo desde 1617, honor otorgado por Felipe III junto con una pensión de cuatrocientos ducados, por los servicios prestados en Italia a las ordenes del duque de Osuna, virrey de Nápoles.

El siete de diciembre de 1639, Francisco de Quevedo y Villegas era detenido en Madrid mientras dormía en el palacio de su amigo el duque de Medinaceli, y trasladado de inmediato a León fuertemente custodiado por varios alguaciles. El propio Quevedo, en su obra póstuma “Libro del Sol”, describe el pasaje de su detención y prisión de la manera siguiente:
«Estando huésped de un gran señor (el duque de Medinaceli), me prendieron dos alcaldes de corte, con más de veinte ministros, y sin dejarme cosa alguna, tomándome las llaves de todo, sin una camisa, ni capa, ni criado, en ayunas, a las diez y media de la noche, el día siete de diciembre, y en un coche con uno de los alcaldes y dos alguaciles de corte y cuatro guardias, me trajeron más con apariencia de ajusticiado que de preso, en el rigor del invierno, sin saber a qué, ni porqué, ni adonde, caminando cincuenta y cinco leguas (de 5 a 7 km. por legua) al convento Real de San Marcos de León, de la Orden de Santiago, donde llegué desnudo y sin un cuarto, y donde estuve seis meses solo en un aposento y cerrado por defuera con llave, y adonde sin salir del convento he estado dos años, que son prosiguiendo desde siete de diciembre de treinta y nueve, hasta los veinte de octubre de cuarenta y uno».


En un pasaje de la obra publicada en 1644, “Vida de San Pablo”, Quevedo hace esta reflexión sobre su arresto y traslado a León:
Fui preso con tan grande rigor a las once de la noche, 7 de diciembre, y llevado con tal desabrigo en mi edad, que, de lástima, el ministro que me llevaba, tan piadoso como recto, me dio un ferreruelo de bayeta (pequeña capa) y dos camisas de limosna, y uno de los alguaciles de corte, unas medias de paño. Estuve preso cuatro años, los dos como fiera, cerrado solo en un aposento, sin comercio humano, donde muriera de hambre y desnudez, si la caridad y grandeza del duque de Medinaceli, mi señor, no me fuera seguro y largo patrimonio hasta el día de hoy”.

También dejó escrito su penoso escenario en la cárcel leonesa de San Marcos en un breve texto del Memorial ofrecido a la consideración del conde-duque de Olivares:
‘‘Señor: Un año y diez meses ha que se ejecutó mi prisión a 7 de diciembre, víspera de la Concepción de Nuestra Señora, a las diez y media de la noche. Fui traído en el rigor del invierno sin capa y sin camisa, de sesenta y un años, a este convento Real de San Marcos, donde he estado todo este tiempo en rigurosísima prisión, enfermo con tres heridas, que con los fríos y la vecindad de un río que tengo a la cabecera, se me han cancerado y por falta de cirujano, no sin piedad me las han visto cauterizar con mis manos; tan pobre que de limosna me han abrigado y entretenido la vida. El horror de mis trabajos ha espantado a todos ...”

En una de las cartas a su amigo Adán de la Parra, jurisconsulto sevillano, también preso en León por desavenencias con el conde-duque de Olivares, pero éste encerrado en la torre de la iglesia de San Isidoro, que servía de altozano en tiempos de guerra y cárcel en tiempos de paz, le cuenta como es su situación en la cárcel de San Marcos:
“Aunque al principio tuve mi prisión en una torre de esta santa casa, tan espaciosa como
clara y abrigada para la presente estación (invierno), a poco tiempo por orden superior, no diré nunca que por superior desorden, se me condujo a otra muchísimo más desacomodada que es donde permanezco.

Redúcese a una pieza subterránea, tan húmeda como un manantial, tan oscura que en ella es siempre de noche, y tan fría que nunca dejaba de parecer enero. Tiene sin comparación más traza de sepulcro que de cárcel ….

Tiene de latitud esta sepultura, donde enterrado vivo, veinte y cuatro pies escasos y diez y nueve de ancho (unos 30 m2). Su techumbre y paredes están por muchas partes desmoronados a fuerza de la humedad; y todo tan negro que más parece recogimiento de ladrones fugitivos que prisión de hombre honrado.

Para entrar en ella, hay que pasar por dos puertas que no se diferencian en lo fuerte. Una está al piso del convento, y otra al de mi cárcel, después de veintisiete escalones, que tienen traza de despeñadero. Las dos están continuamente cerradas, a excepción de los ratos que diré, en que, más por cortesía que por confianza, dejan la una abierta, pero la otra asegurada con doble cuidado.”


Según estas manifestaciones, parece que a su llegada, provisionalmente, se le instaló en una “celda” espaciosa, relativamente caldeada, con luz y ventilación. Esta situación debió durar pocos días, ya que, según cuenta a su amigo Adán de la Parra, llegaron duras instrucciones sobre su reprobación e inmediatamente fue trasladado a una pieza subterránea, a un “sepulcro” como él le denomina. Un habitáculo sin ventilación, pequeño, con poca luz, y donde la humedad y el frio era permanente, debido al clima extremo de León y la cercanía del lecho del río Bernesga. Según el escritor, dos puertas sellaban fuertemente la celda; una en la parte superior y la otra en la propia estancia, después de bajar veintisiete escalones (un “despeñadero”, como él le llama).

Causas del encierro.
Tras un primer encarcelamiento del que es liberado en 1623, trascurre para el escritor una etapa de esplendor en fortuna y fama, en la que elogia al conde-duque de Olivares, valido del Rey. Pero el acercamiento y la estima que surge entre Felipe IV y Quevedo, suscita de inmediato odio y envidia, dando lugar a que le lluevan críticas y ataques, a los que él contesta abiertamente con ingenio, ironía y, a veces, saña.

Son muchas las opciones que se barajaron sobre la causa de su prisión en León. La más divulgada fue la composición de una sátira en verso contra Olivares que el rey encontró bajo su servilleta: “Católica, sacra, y real majestad, …”. También se barajó la idea, creemos que con poco fundamento, sobre su firme oposición a la designación de Santa Teresa como
Patrona de España, opción que fomentaba y apoyaba abiertamente el conde-duque de Olivares. Quevedo sostuvo con firmeza la designación a favor del patronazgo para el Apóstol Santiago.

Sin embargo, desde hace años se conoce que lo que realmente le llevó a la cárcel fue la acusación de espionaje a favor de los franceses, y que tenía como interlocutor el propio cardenal Richelieu (ver el extraordinario trabajo “Realidad y Leyenda de la prisión de Quevedo en el Convento de San Marcos” por Pablo Jauralde Pou, publicado en Tierras de León en 1980). Parece ser que el protagonista de esta infundada acusación fue su “fiel amigo” el 7º Duque del Infantado, Rodrigo Gómez de Sandoval y Mendoza.

Pero si de verdad Quevedo odiaba a algún personaje extranjero, éste era el francés Richelieu. De él decía: “Richelieu, tirano mayor de Francia, escándalo de Italia, cisma de Alemania, cizaña de Holanda, incendio de su patria, llama de las extranjeras, ruina, estrago y destrozo del cristianismo entero. De este aborto fatal de la naturaleza, monstruo compuesto de hombre y fiera, no se pueden contar sus crueldades.”

El escenario de la cárcel
Francisco de Quevedo debió encontrarse en una penosa situación hasta “los veinte de octubre de cuarenta y uno”, como él señala. Un año y diez meses que debieron ser terribles para el escritor y en los que durante los seis primeros, posiblemente, estuvo solo y aislado. A partir de octubre de 1741, se le debió permitir salir de la celda y “pasear” por el convento, además de cambiar bastante las condiciones de su vida diaria. Así relata en la “Carta Moral e Instructiva”, escrita a su amigo Adán de la Parra su quehacer diario en León:
"En medio de la pieza está colocada una mesa, donde escribo, que es tan grande que admite sobre sí treinta o más libros, de que me proveen estos mis benditos hermanos (frailes). A la derecha, que mira al mediodía, tengo mi lecho, ni bien muy acomodado, ni bien sumamente indecente. Cerca de él está el de un criado que se me permite, de cuyo salario que deberá gozar aún no he formado concepto, creyendo no será ninguno suficiente para satisfacerle el mérito de una tan voluntaria como penosa prisión, que padece por el gusto de servirme...


Aunque regularmente estamos lo más del tiempo los dos solos en esta triste habitación (cuyos aparatos se componen de cuatro sillas, un brasero y un velón), no falta bastante ruido, pues el que mis grillos causan exceden a otros mayores, si no en el estruendo, en lo lastimoso. No hace muchos días tenía dos pares, pero logró orden para dejarme sólo uno (pretendía se quitasen ambos) un gran religioso de esta casa. Pesarán los que hoy tengo de ocho a nueve libras (aproximadamente 3,5 kg.); advirtiendo eran mucho mayores los que me quitaron. Y con ser tan grande el defecto de mi pierna, y mayor con el peso y sujeción de los grillos, ando con ellos como si no estuviera cojo. Dios ayuda al hombre perseguido como con superior atención; si da nieve también da lana, para que la una hiele, la otra abrigue...

A las siete de la mañana estoy ya vestido...Una hora empleo en contemplar, conforme puedo, no lo que soy, sino lo que tengo de ser. Poco tiempo es para tanto asunto, poco espacio para tanto empeño. Bien lo conozco, pero también que un solo instante de meditación en la muerte ha hecho infinitos santos...

A las ocho me da mi criado el desayuno, que es... un cáustico muy fino. Hecha esta diligencia me pongo a escribir hasta las diez en varios asuntos que tengo principiados, y quisiera antes del fin de mis días verlos concluidos. Cuando uno me molesta elijo otro; con cuyo modo, sin mudar de tarea, me parece encuentro alivio en el propio trabajo, a imitación de lo que acontece al caminante, que con mudar de un hombro a otro las alforjas le parece mudar de embarazo sin aligerar el peso.

Desde las diez a las once rezo algunas devociones, y desde esta hora a la de las doce leo en buenos y malos autores; porque no hay ningún libro, por despreciable que sea, que no tenga alguna cosa buena, como ni algún lunar el de la mejor nota Catulo tiene sus errores; Quintiliano, sus arrogancias; Cicerón, algún absurdo; Séneca, bastante confusión; y en fin Homero, sus cegueras, y el satírico Juvenal, sus desbarros; sin que le falten a Egecias algunos conceptos, a Sidonio medianas sutilezas, a Ennodio acierto en algunas comparaciones, y a Aristarco, con ser tan insulsísimo, propiedad en bastantes ejemplos. De unos y de otros procuro aprovecharme: de dos malos para no seguirlos, y de los buenos para procurar imitarlos...

Dadas las doce, se oye el ruido que causa el abrir la primera puerta de la prisión para bajar la comida, que la conduce un criado de la casa, siguiendo a un religioso benignísimo, el cual me hace compañía en la mesa por disposición del prelado, que me dispensa este y otros mayores beneficios, hijos de su religiosidad y virtud.


Advierto a vuesamerceed que así este como los demás alivios que experimento y diré, son originados de la piedad del prelado desta santa casa; pero se hacen con todo cuidado, para que no los penetre el que fomenta mi prisión, porque en el mismo instante que los supiera se acabaran...".

Resulta claro que la situación de Don Francisco de Quevedo cambia considerablemente en la segunda mitad de su reclusión, aunque no parece que sea por órdenes superiores, sino por la obra silenciosa de los religiosos de San Marcos y la intervención del obispo de León, que le facilitan algo de mobiliario, material para escribir, libros (al parecer existía una buena biblioteca muy nutrida de clásicos), la presencia de un criado que le atiende día y noche, charla y compañía durante las comidas y otras “comodidades”, como sustituirle los dos pares de grilletes por solamente uno y menos pesado. Así todo, a partir a primeros de 1642 y después de varias misivas a Olivares y Felipe IV, las condiciones de su prisión se relajan: recibe visitas, puede investigar en la biblioteca del Convento y es mayor la intensidad en el desarrollo de su obra.

La celda
“Una pieza subterránea, tan húmeda como un manantial, tan oscura que en ella es siempre de noche, y tan fría que nunca dejaba de parecer enero” ¿En qué parte del Convento de San Marcos fue encarcelado Quevedo? La creencia popular, y a ello contribuye algún texto y dibujo alusivo que circula por la red, es que el escritor estuvo encerrado en los sótanos de la torre oeste de la fachada, la que se encuentra más cercana al rio. Pero esto no es así. Esta parte del Convento no existía en aquellos momentos y puede que esta confusión surja de las propias manifestaciones del propio escritor: “… que con los fríos y la vecindad de un río que tengo a la cabecera, …”.

Brevemente señalar el origen de este edificio que se remonta al siglo XII, en tiempos del rey leonés Alfonso VII. Se construye sobre el Camino de Santiago, al oeste de la ciudad y antes del paso del río Bernesga, como Convento-Hospital de San Marcos, gracias a las donaciones de la infanta Sancha de Castilla. En 1152 el obispo de León, Albertino, encargó a sus clérigos la gestión del nuevo hospital. A los pocos años, este obispo cede la administración al caballero leonés, Don Suero Rodríguez, que con otros nobles leoneses formaron los “trece” que instauraron los “Hermanos de Cáceres”, cuando el rey de León Fernando II conquistó por primera vez Cáceres en 1170. Este fue el origen de la Orden de Santiago, a imitación de las Órdenes del Hospital y del Temple.

La construcción actual, situada a la derecha del Camino no tiene nada que ver con aquella del siglo XII. El Hospital se emplazaba a la izquierda, frente al convento y la iglesia y, por supuesto, era de dimensiones muy reducidas.

Cuatro siglos más tarde, en el XVI, la Orden de Santiago iniciará los trabajos para edificar un nuevo y portentoso edificio, símbolo y enseña de su poder, apoyada económicamente por el rey Fernando, si bien las obras no finalizan completamente hasta el s. XVIII, a pesar de que las torres proyectadas para la iglesia no llegaron a realizarse. Los arquitectos escogidos para esta espléndida obra fueron: Martín de Villarreal que realiza la fachada, Juan de Orozco la iglesia y Juan de Badajoz el Mozo el claustro y la sacristía.

En el actual conjunto, auténtica maravilla del plateresco español, hay que diferenciar la iglesia de estilo gótico hispano tardío, cuyas obras finalizaron en la primera mitad del siglo XVI, y parte de la fachada del Convento (hasta las dos columnas de la entrada al monasterio). El resto de la fachada y dependencias, desde la propia entrada hasta el rio, se levanta a comienzos del XVIII, siguiendo la misma línea constructiva y decorativa iniciada en el XVI. Evidentemente, Francisco de Quevedo nunca pudo estar en la torre oeste, ya que a comienzos del XVII no existía y tardaría casi otro siglo en finalizarse.

Hace unos meses apareció un artículo en la prensa local en el que se muestra, por medio de un trabajador del actual Parador Nacional, la “posible” estancia o dependencia en la que permaneció el escritor durante su encarcelamiento en San Marcos. Concretamente, señala el trascoro, en la parte este del conjunto. Según este trabajador, desde el claustro se accede a un estrecho pasadizo de diez metros, encajonado entre el muro del trascoro y el muro exterior de la iglesia. Una puerta da acceso a una angosta escalera realizada de una sola pieza que desciende a varias estancias. Una de ellas pudiera ser la que ocupó Quevedo durante casi cuatro años. Muchos de los relatos del escritor coinciden con este último lugar: “… orientada al mediodía …”; “Para entrar en ella, hay que pasar por dos puertas que no se diferencian en lo fuerte. Una está al piso del convento, y otra al de mi cárcel, después de veintisiete escalones, que tienen traza de despeñadero.”

El conocido sacerdote catalán Fidel Fita, que residió en León entre 1860 y 1866 y donde comenzó sus conocidas investigaciones arqueológicas, epigráficas e históricas, especula ya a mediados del XIX con el lugar exacto en el que pudiera haber estado encerrado Quevedo durante su estancia de San Marcos. El Padre Fita asegura que: “El aposento de la torre donde estuve Quevedo no puede ser otro que aquel en que se halla actualmente el reloj de la torre. El subterráneo coincidió probablemente con la parte inferior de la torre, a que esta anexa la cocina de la enfermería, y el gabinete de Física, por el cual acaso sería la entrada.”. En el plano vemos cual pudiera ser el lugar de encierro de Francisco de Quevedo, una estancia semi-subterránea por donde pasaría un poco de luz procedente del mediodía.

Excarcelación y muerte
La edad y, sobre todo, las penalidades de la cárcel hacen mella en su salud. Estuvo encarcelado desde diciembre de 1639 hasta junio de 1643, casi 4 años que significarán que el escritor saldrá de San Marcos viejo y muy enfermo. Llegará a decir del Convento leonés: “… yo he pasado muchas veces los Alpes y los Pirineos, y no he padecido de tan profunda destemplanza de frío como en este lugar”.

Los que vivimos en la ciudad León y conocemos su clima, comprendemos las calamidades que debió sufrir Quevedo día tras día durante los inviernos, que aquí duran casi 8 meses, en una estancia subterránea a la que abría que añadir la fuerte humedad originada por la cercanía del río. El brasero del que pudo disponer, seguramente después de unos meses de reclusiópn, según cuenta, no lograría “caldear” la celda a más de 10 o 12 grados.

En sus escritos aparecen numerosas pruebas de sus dolencias. Cuenta que sufrió fiebres que se repiten al siguiente año y que le dejan tullido de “mayo a octubre”. En otro momento habla de que padeció tres heridas, que con el frio y la humedad de la celda se le habían “cancerado” y que por falta de cirujano, tuvo que cauterizarlas el mismo. En otro episodio cuenta el sufrimiento que le produjo una ceguera del ojo izquierdo, también de un absceso o tumor que supuró “mucha materia” y que “las condiciones poco salubres de San Marcos hacen que no llegue a curarse”.

Una vez excarcelado en mayo de 1643, llega a su Señorío de Torre de Juan Abad en Ciudad Real, con “más señales de difunto que de vivo”: “Me duele el habla y me pesa la sombra”, dirá. En enero de 1645 se traslada a Villanueva de los Infantes a casa de su amigo Bartolomé Ximénez a causa de un empeoramiento en su salud, y parece que allí, gracias a nuevos remedios de botica y a un “alojamiento muy abrigado”, mejora en sus dolencias. Pero el encierro insano de San Marcos le dejó deshechos los pulmones y una disentería crónica que no pudo superar. En abril viendo cerca la muerte abandona la casa de su amigo y se aloja en una celda del Convento de Santo Domingo de la misma localidad, donde muere el 8 de septiembre de 1645.

Imagen de Quevedo
La imagen física que nos queda de Francisco de Quevedo son tres copias de un original pintado por Velázquez que se ha perdido. Según Antonio Palomino, biógrafo del pintor, el retrato es unos años anterior a 1639. Palomino comentó lo siguiente sobre el proceso de creación del cuadro:
«Otro retrato hizo Velázquez de Don Francisco de Quevedo y Villegas, Caballero de la Orden de Santiago y Señor de la villa de la Torre de Juan Abad, de cuyo raro ingenio dan testimonio sus obras impresas, siendo en la poesía española divino Marcial, y en la prosa segundo Luciano … Pintóle (Velázquez) con los anteojos puestos, como acostumbraba de ordinario traer …”

El cuadro presenta de medio cuerpo a un Quevedo ya maduro. Se encuentra vestido de negro con golilla blanca y pequeña. Sobre el lado izquierdo de su pecho resalta bordada la cruz roja de la Orden de Santiago. Sus inteligentes ojos se ocultan tras unas antiparras, advirtiéndose un gesto divertido que se disimula con la particularísima perilla y bigote, lo mismo que su pelo ondulado y ya gris, que le otorgan una imagen atractiva y muy personal.

En arteiconografía.com se dice lo siguiente sobre el retrato: “El rostro concentra el máximo de luz, ofreciéndonos una cuidada sensación de verismo hiperrealista, detenida en las sombras de los ojos, el cabello largo y canoso, las arrugas e hinchazones de la piel, los surcos del entrecejo, etc. La mirada muestra algo de amargura resentida o de menosprecio, lo que confiere al personaje una interesante dimensión psicológica. Representa al hombre inadaptado del siglo XVII, escéptico, terriblemente sarcástico con el mundo en crisis que le ha tocado vivir. Muy distinto del otro retrato conocido de Quevedo, realizado por Francisco Pacheco para su “Libro de Descripción de Verdaderos Retratos de Ilustres y Memorables Varones”(1599), en el que el poeta aparecía como un césar glorioso coronado de laurel.”

Las copias del cuadro fueron realizadas por colaboradores cercanos al pintor. Dos de ellas incluyen en la parte superior la inscripción alusiva al nombre del retratado; una está en poder del Instituto de Valencia de Don Juan y la otra en el Wellington Museum de Londres. La tercera es propiedad de la familia Xabier de Salas y no lleva el nombre del escritor, pero si una “J”, resto de la firma del autor, que parece pudo haber sido realizado por Juan van der Hamen.

En la Biblioteca Nacional se encuentra un busto de Francisco de Quevedo realizado en terracota por el escultor granadino Alonso Cano. Lo curioso de este retrato es que muestra a Quevedo tal como era unos meses antes de entrar en la cárcel de León, ya que desde enero a diciembre de 1639 es el momento en que ambos, escritor y escultor coinciden en la corte madrileña. Así sería Francisco de Quevedo a su llegada a San Marcos.

Conocemos la fisonomía de Quevedo, gracias a las pinturas que nos facilitan Velázquez y Francisco Pacheco, y el busto ejecutado por Alonso Cano. Su actitud y personalidad la describen sus contemporáneos de esta manera: “Era de mediana estatura, pelo negro y encrespado, corto de vista, de modo que siempre usaba anteojos (los conocidos quevedos); nariz y miembros proporcionados de medio cuerpo arriba; pero cojo y lisiado de entrambos pies, que los tenía torcidos hacia dentro”.

Quevedo combatía estos importantes defectos físicos con un carácter violento e impulsivo que daba como resultado, “una mano pronta, una lengua larga y una espada floja”. Tras la imagen de gran espadachín, pendenciero y de insulto fácil y mordaz, se ocultaba un hombre tímido, misógino y sensible que, según se decía, “tenía que burlarse de sí mismo para soportarse”.


San Marcos. Parcerisa.
Pedro Tellez-Girón, duque de Osuna. Bartolomé González.
Francisco de Quevedo y Villegas. Copia Velázquez.
San Marcos. Grabado.
Conde-duque de Olivares. Velázquez
Felipe IV. Velázquez.
Cardenal Richelieu. Philippe de Champaine.
"Las nueve musas". Francisco de Quevedo.
Duque del Infantado. Anónimo
San Marcos de León.
Torre oeste de San Marcos.
Padre Fidel Fita. Anónimo.
Copias de Velázquez de Quevedo.
Francisco de Quevedo. Francisco Pacheco.
Busto de terracota de Quevedo. Alonso Cano.

domingo, 9 de junio de 2013

Carlismo en León: “Un cura de Satanás”


Hace unos años encontré en Galicia unas cuartillas que contienen un pequeño texto lírico, escrito a finales del s. XIX, que hace mención a un pueblo de la provincia de León: Santa Colomba de la Rivera. 

Esta denominación de la localidad no existe actualmente. La pequeña obra en cuestión, se refiere en realidad a la población de Santa Colomba de Somoza, a 15 Km. de Astorga, tradicional pueblo de la Maragatería al abrigo de los míticos Montes Teleno e Irago y muy cercano a las estribaciones de la subida a Foncebadón, paso estratégico en el Camino de Santiago, donde se encuentra la conocida Cruz de Ferro. Santa Colomba conserva la arquitectura maragata y mantiene en primera línea su conocida gastronomía, en la que es verdadero protagonista: el cocido maragato, objeto y motivo actual de “peregrinación” turística.

Santa Colomba de Somoza encarna el más puro estilo de las virtudes tradicionales de los hombres de la Maragatería, a los que la infertilidad de su tierra les llevó a dedicarse a la arriería para subsistir, haciéndoles famosos en el norte de la Península. Un escritor del XIX escribía así sobre los maragatos: «Su terreno tiene cuatro leguas de largo y otras tantas de ancho, y aunque en algunas partes no deje de ser fértil, en lo general es sumamente áspero, por eso dejando el cultivo de los campos al cuidado de las mujeres, han buscado los maragatos en la arriería el sustento que les negara la Naturaleza. 


Son de los que más conservan los usos de sus antepasados. Así, su carácter, como sus trajes, son raros y extraordinarios, pero no por eso menos apreciables. Manejan grandes caudales suyos y ajenos y pueden presentarse como tipo de laboriosidad, honradez y buena fe. Las mujeres por lo regular no se casan sino con los de su país y miran con desprecio a quienes se apartan de esta costumbre. Gustan mucho del baile pero sus ademanes son sencillos, graves y monótonos. Durante el día de la boda cubren su rostro con un velo, y se lo quitan al siguiente para poder servir en la mesa de los convidados».

El autor anónimo del texto, vecino sin duda de Santa Colomba, narra un suceso ocurrido en la localidad, en el que el cura de la parroquia, llamado Dn. Juan, se niega a aceptar como padrinos de bautizo a dos buenos vecinos de Santa Colomba, siendo “acusado” por el autor de ideología carlista. Se trata de un sacerdote de los llamados “curas de Satanás o del Demonio”, con una larga tradición en la extrema derecha española, que eran aquellos miembros del clero reaccionario español adeptos a la "Santa Causa", protagonistas de los mayores actos criminales y que se consideraban así mismos como enviados del Cielo en misión evangélica.


Los primeros
“curas de Satanás” fueron los clérigos que lideraban o acompañaban a las partidas carlistas durante las tres guerras del XIX, aunque tenían ya antecedentes en las guerrillas formadas contra la invasión napoleónica en la Guerra de la Independencia. Estos, sin ningún reparo ni escrúpulo, incitaban o participaban en el asesinato de civiles indefensos o de prisioneros, todo ello en el nombre de Dios. Estas tropelías de miembros del clero se repetirán en la Semana Trágica de Barcelona, ya a primeros del siglo pasado, incorporándose a las barricadas o subiéndose a los tejados de conventos o iglesias para tirotear desde allí a gente inocente. Pero sobre todo estarán trágicamente presentes durante la Guerra Civil, al lado del ejército de Franco.

Se tiene la idea de que el carlismo fue un conflicto propio y exclusivo de Cataluña, Navarra y Vascongadas, y no es así. El carlismo fue un movimiento sociopolítico español que originó una continua y sangrienta guerra civil durante la mayor parte del s. XIX, y que llegó prácticamente a todo el territorio peninsular.

El origen es el conflicto sucesorio desatado tras la muerte de Fernando VII, entre los partidarios de su hija Isabel, heredera según la Pragmática Sanción que derogaba la Ley Sálica, y los derechos al trono del hermano del monarca, Carlos María Isidro (ver: Cuadro de “todos juntos” http://www.fonsado.com/2010/01/el-cuadro-de-todos-juntos).

Esta disputa originó tres guerras civiles, llamadas Guerras Carlista. Al principio la legitimidad dinástica, origen de la disputa, fue apoyada por amplios sectores de la baja nobleza, del campesinado y, sobre todo, del clero, que defendían el mundo tradicional, principalmente rural, y que ahora se sienten constreñidos y amenazados por el empuje liberal que pretende cambiar las formas de la propiedad de la tierra, las relaciones con la Iglesia, el sistema político, el modelo social y económico, etc. Es la lucha de una sociedad antigua contra una nueva, de una sociedad de innovaciones e intereses materiales, económicos y políticos, contra una sociedad inmovilista, tradicional y de creencias y dogmas religiosos muy arraigados. En resumen, bajo la escusa de una disputa dinástica, se enfrentaron realmente dos concepciones sociales dispares.


En septiembre de 1834, con la llegada del pretendiente D. Carlos a la Diputación de Vizcaya y la petición de ésta para que jure los fueros y privilegios del señorío vizcaíno, se incluye en la ideología del carlismo la defensa de los derechos históricos territoriales, propios de los fueros regionales, explicándose así la confusión existente entre los derechos dinásticos del pretendiente y los derechos de los distintos modelos socioeconómicos territoriales reacios a desaparecer: Navarra, Cataluña o Vascongadas.

Resulta claro que el autor de las cuartillas es un vecino de ideas liberales de Santa Colomba de Somoza, que aborrece y critica profundamente el carlismo, manifestándose abiertamente en el texto contra los seguidores o simpatizantes carlistas de la zona. Está redactado con posterioridad al año 1873, ya que se hace mención en él al conocido “Cura Santa Cruz” (párroco de Hernialde), que levantó una de las partidas de guerrilleros más famosa de la 3ª guerra carlista, (ver: http://noticiascarlistas.blogspot.com/.../la-partida-del-cura-santa-cruz-y-su), partida que se disolvió en diciembre de 1872, tras el exilio de Manuel Santa Cruz que acabó como misionero en las montañas novogranadinas de Pasto. El texto dice lo siguiente:

Caso sucedido en Santa Colomba, provincia de León, partido de Astorga con el Sr. Rector; que no ha querido dos feligreses para padrinos de un niño.






           









El escritor tiene algún problema en la expresión, y resulta, en algunos casos, difícil comprender y enlazar coherentemente algunas de las frases. Tras relatar la negativa del “Rector” (párroco) a autorizar como padrinos de bautismo a dos buenos vecinos de Santa Colomba, invoca y solicita la ayuda del alcalde de la localidad para acabar con la actitud reaccionaria de ciertos clérigos a los que asocia claramente con las ideas tradicionalistas. Su animadversión al carlismo se refleja y recoge en las inocentes frases o coplas finales del poema, que, seguramente, circulaban entre el pueblo por tierras leonesas en el último tercio del XIX:


Como ya hemos señalado, se trata, sin duda, de un texto realizado por un vecino liberal que conoce y ha padecido el movimiento carlista, y la actitud reaccionaria de algunos miembros del clero seguidores a ultranza de esas ideas. Aunque no es muy conocido, el conflicto carlista se instala y se padece en la decimonónica sociedad leonesa, aunque no llegó a ser nunca una ideología dominante.


Isabelinos/realistas y carlistas nunca se enfrentaron abiertamente en la provincia, salvo en la batalla de Escaro en 1836, pero fueron abundantes las partidas de guerrilleros que se “echaron al monte” con el fin de asaltar caminos, sabotear líneas de ferrocarril y, en bastante ocasiones, entrar en los pueblos para captar adeptos, quemar ejemplares de la Constitución  y hacer proclamas tradicionalistas, mientras eran perseguidos y hostigados siempre de cerca por la Guardia Civil o columnas realistas.

Así todo, fue muy sonada la adhesión al carlismo del que fue alcalde de la ciudad, D. Pedro Balanzátegui Altuna, y del obispo D. Joaquín Abarca Magués, que formaron parte significativa y muy activa en las filas carlistas.

En 1833 el obispo Abarca alentó una sublevación en la ciudad, secundada, como no podía ser menos, por el cabildo y otros religiosos, además de cien voluntarios civiles. No consiguieron tomar la capital, al fracasar el apoyo previstos de otros rebeldes de Astorga, y llegar a la capital un importante refuerzo de tropas realistas. El obispo leonés y sus partidarios tuvieron que abandonar la localidad y huir hacia Portugal, siendo condenado a muerte por alta traición, por lo que vivió exiliado hasta su fallecimiento.

En esos primeros enfrentamientos después de la muerte de Fernando VII, fueron muchas las partidas guerrilleras que se organizaron al sur de León, aunque nunca llegaron a la ciudad, salvo una columna encabezada por el conocido “cura Merino” que en su huida hacia Portugal llegó hasta las murallas de la ciudad causando destrozos en los arrabales.

Pero el más importante acontecimiento en esta primera guerra sucedió en 1836. El general carlista Gómez, jefe del ejército del Norte, se dirigió hacia Galicia con una potente fuerza militar con el fin de extender la guerra fuera de las fronteras de las provincias vascas. Sin resistencia, logró entrar en León el 2 de agosto y permaneció en la ciudad hasta el día 4. Aquellos dos días fueron los únicos en que el estandarte carlista ondeó en los muros de la ciudad, la cual suministró a Gómez, armas, víveres y 200 voluntarios, que acompañaron a la columna carlista hasta que fue prácticamente aniquilada 3 días después por Espartero cerca de la localidad leonesa de Escaro, hoy desaparecida bajo el pantano de Riaño, donde los voluntarios leoneses fueron diezmados y hechos prisioneros.

Tras la caída de la monarquía isabelina en 1869 y la terrible crisis social posterior, los partidarios carlistas, excitados permanentemente desde el púlpito por los curas parroquiales, los "curas de Satanás", rechazan abiertamente las conquistas sociales y conspiran contra la Constitución y el Gobierno.


El gobernador civil envía carta a todos los ayuntamientos y a los obispados de Astorga y León, quejándose de que especialmente los párrocos, "lejos de evangelizar, predicar y practicar la tolerancia, la caridad y el amor entre hermanos, parece que se deleitan en excitar  el odio entre sus feligreses contra el partido liberal y el Gobierno". Y es que buena parte del clero leonés combate cualquier tipo de reforma apoyando abiertamente al partido carlista, con llamadas a la insubordinación y a la guerra civil.

Estas influencias producen los primeros levantamientos carlistas en la ciudad ese mismo verano ("la carlistada"), poniéndose al frente del movimiento absolutista un ex alcalde de la capital y militar retirado, D. Pedro de Balanzátegui (titular actualmente de una plaza en la ciudad, en la zona de Las Ventas), que consiguió reunir  una cuadrilla de doscientos hombres en el norte de la provincia, entre los que se encuentran varios "curas de Satanás": los párrocos de Correcillas, de Camposolillo, de Reyero, de Oceja y de Nocedo. La partida fue abatida a los pocos días en la provincia de Palencia y D. Pedro Balanzátegui fusilado. Está enterrado en el cementerio de Cembranos.

Pero en toda la provincia se suceden levantamientos. En Astorga y pueblos de los alrededores, se forman varias partidas que se encuentran al mando de los presbíteros José M. Cosgaya y Juan Fernández, que se mueven por los montes maragatos. El pedáneo de Val de San Lorenzo, D. Lorenzo Nistal, fue asesinado por los hombres de Cosgaya, que tenían entre sus filas a los curas de Valderrey y de Soguillo del Páramo, cuando trataba de evitar la entrada en el pueblo y el acceso a Astorga.

La permanente inestabilidad política nacional hace que se multipliquen las partidas en la provincia de León a partir de 1872. En el norte, disfrutan de una gran movilidad al utilizar la protección de vecinos, alcalde y curas, siendo apodada la zona de Riaño como la "Navarra leonesa". De allí, concretamente de Pedrosa del Rey, es originario D. Antonio de Valbuena, alias el "Melladín de Pedrosa", porque tenía una mella en el labio inferior, seminarista y más tarde uno de los periodistas, críticos literarios y escritores más destacados del s. XIX. Presidente de la Junta Carlista de Riaño, se enroló voluntario en 1873 siendo nombrado auditor general del ejército carlista de Navarra. Sin embargo, al finalizar la guerra reconoció al rey Alfonso XII.

El carlismo se "disolvió" muy lentamente en nuestra provincia a lo largo de los últimos años del siglo XIX. Pero continuó con fuerza en el norte peninsular y fue protagonista en todos los sucesos históricos del s. XX,  siempre con el clero en lucha y en primera linea, contrario a cualquier innovación o liberalización de las costumbres.

Hoy en día, el carlismo sigue existiendo de forma organizada, pero en dos grupos: Partido Carlista y Comunión Tradicionalista Carlista, que tienen en común el sentido de grupo, el gusto por lo propio, la entrega personal, el apego a las tradiciones y un fuerte sustrato religioso.


- Misa de campaña. Ferrer Dalmau.
- Cocido maragato.
- Arriero maragato. Gustavo Dore.
- Caricatura de la "Santa Causa".
- Caricatura de curas carlistas.
- Jura de D. Carlos a los fueros vizcainos.
- Cura Santa Cruz.
- Varias: poema liberal contra cura carlista.
- Homenaje Herederos del Carlismo. Ferrer Dalmau.
- Partida del cura Santa Cruz.
- Obispo de León, Joaquín Abarca.
- General carlista Gómez.
- El leonés Ángel San Román, uniformado de voluntario carlista.
- León, s. XIX.
- D. Pedro Balanzátegui.
- Antonio de Valbuena.
- Bandera carlista.