martes, 31 de octubre de 2017

El día de difuntos de 1836



Hace casi 200 años la situación nacional no tenía nada que envidiar a la actual. Así nos lo trasmitió de una manera excepcional Mariano José de Larra, escritor, periodista y político, en una serie de artículos cuyo contenido, después de tantos años, sigue estando muy vigente.

Su trágica vida personal como su fundado y progresivo desaliento e inconformidad ante el rumbo de la sociedad y la política española de la época, quedaron reflejados en sus últimos artículos. Posiblemente el más notable de ellos es el titulado, “El día de difuntos de 1836”, publicado en el periódico El Español. En el texto y detrás de su acostumbrada ironía, mostraba un hondo pesimismo.

El artículo está marcado por la desesperanza y la melancolía que el periodista relaciona con su triste desilusión. Asegura que solamente los muertos son los realmente “vivos”, porque la gente de la calle (Madrid) vivía oprimida, reclusa en una sociedad sin arreglo, una sociedad “muerta”.

En su artículo, Larra se pasea por Madrid (para él un cementerio) y se detiene ante los edificios que encuentra en su camino (tumbas). Una crítica a las Instituciones, a los políticos, a la sociedad… Una situación que el escritor no acepta, no tolera, llegando a la conclusión que solo distingue una sola tumba: su corazón, su propia conciencia, descubriendo que no existe esperanza para seguir viviendo, que su interior está muerto.

Larra se suicidará unos pocos meses después, el 13 de febrero del año siguiente.

El día de difuntos de 1836

En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué

artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto… como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.

En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquella que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.

Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.
–¡Día de Difuntos! –exclamé.

Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!

La melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión…

–¡Fuera –exclamé–, fuera! –como si estuviera viendo representar a un actor español–: ¡fuera! –como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!

Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.

Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.

–¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen.

–¿Qué monumento es éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? «¡Palacio!» Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen… como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo: «Y ni los v… ni los diablos veo». En el frontispicio decía: «Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado». En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. «La Legitimidad», figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.

¿Y este mausoleo a la izquierda? «La armería.» Leamos:
«Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos».

Los Ministerios: «Aquí yace media España; murió de la otra media».

Doña María de Aragón: «Aquí yacen los tres años».

Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:
«El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar».

Y otra añadía, más moderna sin duda: «Y resucitó al tercero día».

Más allá: ¡Santo Dios!, «Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.

Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: «Gobernación». ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.

¿Qué es esto? ¡La cárcel! «Aquí reposa la libertad del pensamiento.» ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí involuntariamente:
Aquí el pensamiento reposa,
en su vida hizo otra cosa.

Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.

«La calle de Postas», «la calle de la Montera». Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!

Correos. «¡Aquí yace la subordinación militar!»

Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.

Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.

La Bolsa. «Aquí yace el crédito español». Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¿es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña?

La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad. Única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.

La Victoria. Ésa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: «¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!»

¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros. «Aquí reposan los ingenios españoles.» Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.

«El Salón de Cortes». Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.

Aquí yace el Estatuto,
Vivió y murió en un minuto.
Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.

«El Estamento de Próceres.» Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia previsora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.

El sabio en su retiro y villano en su rincón.

Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.

No había «aquí yace» todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.

«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.

Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.

¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la esperanza!»

¡Silencio, silencio!















domingo, 29 de octubre de 2017

Por España, todo por España.

Hoy es un día para dar a conocer “la anterior proclamación”. Aquella violenta, pero sin duda valiente, audaz, temeraria y expuesta a mil represalias. La actual retorcida, empalagosa, pero, sobre todo, cobarde, muy cobarde.

Para ello, recurrimos a un magnifico artículo de D. Luís E. Togores, historiador y director del Departamento de Humanidades de la Universidad Ceu San Pablo de Madrid, publicado hace unos días en el extraordinario blog del General Dávila: generaldavila.com.








Companys en el acto de proclamación de la Independencia de Cataluña

El cemento que sujeta la historia es, desgraciadamente, la sangre y al horizonte de los españoles, de todos los españoles, aquellos que lo quieren ser y de los que no, se acercan una negra tormenta cargada de tintes rojizos. Esto no es nuevo en la historia de España y tampoco en las naciones de nuestro entorno y seguro que en el futuro se repetirán situaciones parecidas dentro del espacio europeo y del mundo occidental.


Hace 83 años, durante los años "idílicos" de la democrática II República Española, se produjo una crisis en muchas cosas semejante a lo que ahora estamos viviendo los españoles. El 6 y 7 de octubre de 1934 el gobierno de la Generalidad, aprovechando el estallido de una insurrección armada en varias partes de España, especialmente sangrienta en  Asturias, proclamó unilateralmente la independencia de Cataluña.

El presidente Companys, jefe de un gobierno monocolor de ERC, se sublevó contra el gobierno democrático de la hacía menos de tres  años nacida II República Española. El director de La Vanguardia, Agustín Calvet, afirmó, tras escuchar la declaración de independencia de Companys por radio:

Mientras escucho me parece que estuviera soñando. Eso es, ni más ni menos, una declaración de guerra. ¡Y una declaración de guerra —que equivale a jugárselo todo, audazmente, temerariamente— en el preciso instante en que Cataluña, tras siglos de sumisión, había logrado sin riesgo alguno, gracias a la República y a la Autonomía, una posición incomparable dentro de España, hasta erigirse en su verdadero árbitro, hasta el punto de poder jugar con sus gobiernos como le daba la gana! En estas circunstancias, la Generalidad declara la guerra, esto es, fuerza a la violencia al Gobierno de Madrid, cuando jamás el Gobierno de Madrid se habría atrevido a hacer lo mismo con ella.



  El Ejército ante el Gobierno de Cataluña

El entonces capitán general de Cataluña, un catalán de ideas moderadas que luego moriría fusilado por los Nacionales en 1937, el general Domingo Batet llamó al jefe de los mozos de escuadra, Pérez Farrás, para que se presentase en la capitanía general y se pusiese a sus órdenes. Éste le respondió que sólo obedecía a Lluis Companys. Batet, inmediatamente, llamó al jefe del gobierno español, Alejandro Lerroux, y siguiendo sus órdenes proclamó el estado de guerra conforme estipulaba la Ley de Orden Público de 1933.


En la ciudad aparecieron las primeras barricadas mientras que por la calle circulaban grupos armados de independentistas catalanes. Los insurrectos se atrincheraron en el edificio de La Generalidad, defendida por un centenar de mozos de escuadra; en la Comisaría de Orden Público de la vía Layetana se atrincheró el Consejero de Gobernación Dencàs junto a un grupo de militantes armados de ERC; varios núcleos de resistencia armada aparecieron en otros edificios oficiales de la ciudad como los locales de Fomento del Trabajo Nacional también en la vía Layetana.

A las once de la noche del día 6, una compañía de infantería y una batería de artillería llegó a la Rambla de Santa Mónica, cuando su capitán se disponía a leer el bando de proclamación del estado de guerra sufrieron  una agresión con armas de fuego resultando muertos un sargento y heridos otros siete soldados. La repuesta fue el bombardeo con artillería del edificio desde donde les disparaban, produciendo la acción del Ejército cuatro muertos. Los agresores se rindieron a la una y media de la madrugada del día 7 de octubre.

Unas horas antes, hacia las diez de la noche del día 6, una compañía de artillería había ocupado la actual Plaza de San Jaime, produciendo un choque armado entre los mozos de escuadra y los militares, huyendo éstos a refugiarse al Ayuntamiento de la ciudad en el que se acababa de votar una moción presentada por el alcalde de Barcelona Carles Pi i Sunyer de adhesión al Gobierno de la Generalidad. El asedio se amplió con la llegada de una compañía de ametralladoras. ​

​A las seis de la mañana del día 7, diez horas después de la proclamación de la independencia, Companys comunicaba al general Batet su rendición. Esa noche, el consejero de Gobernación Dencás huyó del Palacio de la Generalidad por las alcantarillas sin hacer resistencia alguna  a los soldados españoles.

A las siete de la mañana del 7 de octubre las tropas entraron en el Palacio de la Generalidad y detuvieron a Companys, a su gobierno, al presidente del Parlamento y varios diputados, para luego proceder a la detención del alcalde de Barcelona y de varios de sus concejales. En las calles de Barcelona reinaba ya la calma. La revuelta había costado 46 muertos y más de tres mil detenidos. Los militares que se habían sublevado, el comandante Pérez Farrás y los capitanes Escofet y Ricart fueron condenados a muerte, siendo su pena conmutada por la cadena perpetua por el presidente de la República Alcalá Zamora.​ El presidente y el gobierno de la Generalidad fueron juzgados por el Tribunal de Garantías Constitucionales y fueron condenados por rebelión militar a treinta años de prisión, que cumplirían, unos en el penal de Cartagena y otros en el del Puerto de Santa María. El 23 de febrero de 1935 fueron puestos en libertad provisional el alcalde de Barcelona y los concejales detenidos.


La autonomía catalana fue suspendida indefinidamente por una ley aprobada el 14 de diciembre a propuesta del Gobierno español y la Generalidad de Cataluña  fue sustituida por un Consejo de la Generalidad con un presidente denominado gobernador general de Cataluña.

La historia se puede repetir. Las gran duda es si los independentistas de hoy tendrán el valor de los de 1934 y el gobierno de Madrid la misma decisión que tuvo Lerroux. ¿Rajoy será capaz, si la situación lo exige, de enviar a nuestra Fuerzas Armadas?

Una cosa sí nos asegura la historia, las medidas tomadas por el gobierno español en 1934 no causaron el odio y el aislamiento internacional de España. Los gobiernos de Europa continuaron manteniendo relaciones con España sin inmutarse, ya que TODOS actuaban y actuarán de manera similar ante crisis parecidas. No creo necesario recodar los treinta años, si treinta años, de guerra civil abierta que sostuvieron los distintos gobiernos de Londres en la etapa final de su lucha contra el IRA para mantener la soberanía de Gran Bretaña sobre Irlanda del Norte, ni su decisión para enviar a su Ejército y Armada a luchar contra Argentina por las insignificantes islas Malvinas. No paso nada.



Luis E. Togores
Historiador. director del Departamento de Humanidades de la Universidad CEU San Pablo de Madrid
Blog: generaldavila.com







domingo, 22 de octubre de 2017

Cementerios de León



Unos días antes de las celebraciones del próximo 1 de noviembre, se ha presentado una ruta para visitar el cementerio leonés de Puente Castro. Según la noticia que aparece en el Diario de León, el itinerario, “cuenta con ocho estaciones marcadas por su valor artístico o la importancia del titular de la sepultura: la espectacularidad de la piedra labrada del pabellón de la familia Díez Canseco; la humildad del nicho del alcalde Miguel Castaño, fusilado en 1936 en las tapias del cementerio; el pabellón de los hombres ilustres, donde el último ‘huésped’ en entrar fue el ex presidente de la República en el exilio, Gordón Ordás; el bosque de las almas en el que descansa, entre otros, Victoriano Crémer; la calidad del pabellón de Secundino Gómez y la fundación Álvarez Carballo, donde ‘aparecerá’ el arquitecto, Fernando Arbós y Tremanti, autor del cementerio de la Almudena y la Casa Encendida de Madrid; la solemnidad de la tumba de José Pinto Maestro, autor del Himno a León; el calado del homenaje de la capilla laica a los represaliados de la Guerra Civil, obra de Óscar García Luna; y la presencia del panteón sobre el que descansa la figura del filántropo Julio del Campo, invitado a ‘presentarse’ ante los asistentes para contar su historia.”.

¿Cuáles son los antecedentes del actual cementerio leonés? Hasta el siglo XVIII las celebraciones de difuntos se consumaban en el interior de las iglesias, parroquias, conventos u hospitales, ya que hasta ese momento se mantenía la práctica medieval de enterrar a los fallecidos en ellos. El incremento de la población y, consecuentemente, el aumento de las defunciones, hace que estos lugares habituales se queden pequeños, lo que implica que en los últimos años del citado siglo, se comiencen a tomar medidas al respecto.

Carlos III, mediante Real Cédula de 1787, dispuso una serie de instrucciones para que se suprimieran los enterramientos en los recintos sagrados o profanos de las poblaciones, ordenando la construcción de cementerios fuera de los pueblos y villas: “en sitios ventilados e inmediatos a las parroquias y distantes de las casas de los vecinos”.


1) Fachada del Hospital S. Antonio Abad a la Plaza de Santo Domingo.
2) Entrada con la imagen del Santo. Corresponde a la actual calle Legio VII. A la derecha de la imagen estaría la iglesia de San Marcelo, a la izquierda el antiguo Consistorio.
3) Arco de Ánimas (ahora calle, por Independencia). Entrada al cementerio del Hospital.

En la ciudad de León, antes de la construcción del primer cementerio, se enterraba en las iglesias parroquiales, pero también en el Hospicio, en los conventos, en el hospital de San Marcos y en el hospital de San Antonio Abad, conocido como “El Malvar”. Esta última denominación se debía a que, además de hospital, era lugar de enterramiento (campo de malvas, planta que solía abundar en los cementerios –frase popular:“… criar malvas”-). Actualmente existe en la iglesia de Santa Marina una imagen procedente del antiguo hospital: “Nuestra Señora de la Piedad y Ánimas del Santo Malvar”, que es imagen titular de la Cofradía actual del mismo nombre.

El antiguo hospital de San Antonio Abad (antes del s. XV hospital San Marcelo), estaba situado en la actual Plaza de San Marcelo, junto a la iglesia, en el solar que desde dicha plaza alcanzaba la actual calle de Arco de Ánimas. Contaba con varias dependencias, incluido como hemos dicho un cementerio. Entre estas estancias, una muy conocida fotográficamente: el torreón de Almanzor. Según se cuenta, esta torre estaba destinada a guardar la ropa de los enfermos ¿?. El hospital desaparece en 1919 al venderse el solar a D. Luis González Roldán, que construirá el espléndido edifico actual (edificio Roldán), mientras que un nuevo hospital de San Antonio, construcción todavía existente, se erige en los Altos de Nava, al noroeste de la ciudad, hoy en uso y perteneciente al complejo hospitalario de León.

Del antiguo hospital solo se conserva lo siguiente: parte de los objetos de su farmacia se encuentran en el Museo de la Catedral, la imagen de San Antonio Abad, atribuida a Gregorio Fernández, situada en el nuevo edificio, y la parte superior de un palomar de piedra que, aun hoy, se puede observar una parte en los jardines de complejo hospitalario (ver: http://http://cosinasdeleon.com/hospital-de-san-antonio-abad/).



La nueva ordenanza para trasladar los fallecidos a los cementerios alejados de la población y no en los lugares habituales, no cala en la sociedad española ni tampoco en la leonesa. No es hasta 1809 cuando el Ayuntamiento de León prohíbe definitivamente el entierro en otros lugares que no sea el nuevo Cementerio Municipal o General, como se le denominó. El lugar que había sido elegido años antes para su ubicación, fue propiedad en su momento del Cabildo de San Isidoro y se encontraba al norte de la ciudad, en la margen izquierda de la carretera que lleva a Asturias y antes de llegar a la laguna de Cantamilanos. En aquella zona existía una antigua ermita bajo la advocación de San Esteban, que a mediados del s. XX y ya desaparecida, dará nombre al barrio que hoy conocemos: San Esteban.

Barrio San Esteban

Este primer cementerio se encontraba bastante alejado de la ciudad, ya que el casco urbano estaba limitado en aquel momento al recinto amurallado. Parece ser que el lugar elegido no resultó propicio, porque, según manifestaciones de los expertos de la época, los vientos que predominan del noroeste llevaban los aires viciados hasta la ciudad. Estas son las causas que motivaron que desde su inauguración ya se planteara su permanencia en el lugar y su traslado a otra zona.

Durante el s. XIX, siempre pendiente de su cierre, este primer cementerio sufre varias ampliaciones hasta su clausura definitiva en 1932, al comenzar las obras del nuevo camposanto de San Froilán, situado al sur de la ciudad, en la localidad de Puente Castro.

El espacio que ocupaba el antiguo cementerio ha pasado por varias vicisitudes desde su clausura. Son sucesos poco conocidos y algunos curiosos. Con una escasa superficie, ocupaba los solares que actualmente dominan el colegio de las Anejas, la antigua Maternidad y un pequeño jardín municipal anexo a ésta por su parte norte. Según comenta Serrano Laso, era un recinto rectangular delimitado al sur y norte por tapias con basamento y pilares de ladrillo, con paramentos posiblemente de adobe según la construcción leonesa de la época. Al este la entrada principal y al oeste la capilla.

Sin embargo, el solar de los edificios descritos es rectangular de norte a sur, por lo que, posiblemente, la capilla se encontrara hacia el norte y la entrada al sur, dejando las paredes de tapial paralelas a la carretera de Asturias. Esto concuerda más con lo que en los inicios de los años 60 llegué a conocer. En aquel momento se podía comprobar aún en la zona norte del solar, pocos metros antes de llegar a la sorprendente laguna de Cantamilanos, los cimientos de una importante construcción que coincide con la descripción que realiza de la capilla Serrano Laso: planta centralizada, en forma de cruz griega inscrita en un cuadrado y con cuatro estancias angulares; aunque bien pudieran tratarse de los cimientos de un importante panteón, como el de Don Secundino Gómez, del que luego hablaremos y que se encontraba cercano a un cierre del recinto, posiblemente en el lado norte, según fotografía de 1900. Así todo, no queda claro la distribución interior del recinto.

En la parte central que ocupaba el cementerio se construyó en 1956 la “Casa de Maternidad e Instituto de Maternología y Puericultura” (hoy residencia de mayores Santa Lucía). Previamente, en 1941, el Ayuntamiento acuerda trasladar al osario del nuevo cementerio, los restos de los cadáveres que hubieran cumplido más de cinco años inhumados, además de otorgar a los familiares de los fallecidos un plazo para trasladar sus restos al nuevo camposanto.



Panteón de D. Secundino Gómez en el antiguo cementerio
(Noticia de la Ilustración Española y Americana en 1900)

Son muchas las tumbas y panteones que se abrirán y trasladarán a la nueva ubicación. Entre ellos destaca el panteón de D. Secundino Gómez, noticia que llegó a publicarse en 1900 en La Ilustración Española y Americana, por la suntuosidad de la construcción. Con el enorme movimiento de tierras que se produjo se trató de tapar sin éxito la profunda laguna de Cantamilanos. Durante muchos años la laguna estuvo rodeada de enormes montones de tierra y escombros. Allí siempre aparecían restos de todo tipo que señalaban su procedencia.


La imagen que ofrecía el edificio y el entorno de la Maternidad resultaba bastante curiosa. Al solar se le instaló en el lado este que linda con la Avda. de Asturias, la verja que se había retirado al famoso Chalet de Don Paco (doctor D. Francisco Sanz) ubicado en Ordoño II, y donde se levantó el antiguo edifico del Banco de España en 1950. Dicha verja, que aún hoy mantiene sobre su puerta el escudo ovalado con las iniciales FS sobrescritas (Francisco Sanz), solo ocupaba el frente, dejando la parte trasera y los laterales sin cerrar.

Diez años después de su edificación, la Maternidad todavía continuaba con un aspecto insólito. “El jardín” que la rodeaba no se cuidaba. La mala hierba crecía y se agostaba, mientras las tumbas abiertas en su momento para retirar los restos, se hacían notar al apelmazarse la escasa tierra con las que las cubrieron. En todo el entorno existían montones de piedras, escombros y algunos cimientos de construcciones mortuorias cubiertas de maleza. También la arboleda, que muestran algunas de las fotografías antiguas, desapareció completamente; a mediados de los 60, solo quedaban dos altos, descarnados y secos cipreses.
Por el lugar paseaban ancianos, familiares y visitantes de las ingresadas y algunas madres convalecientes con sus recién nacidos, mientras grupos de muchachos de la zona jugaban permanentemente entre las tumbas, como si se tratase de un parque. Una simbiosis entre la vida y la muerte a la que nadie daba importancia. Hoy sería impensable.
Aunque los recuerdos son vagos, fuimos también testigos
de la construcción en 1961 del Colegio de Graduadas Anejas a las Escuelas del Magisterio, conocidas como Las Anejas. Antes de su construcción, se excavaron todas las tumbas para extraer los restos de los difuntos no reclamados. Durante muchos días los sepulcros permanecieron abiertos y las lápidas no reclamadas se utilizaron por el Ayuntamiento para reparar los bordillos de las aceras de alguna calle cercana, como Maestro Uriarte, donde se pueden observar todavía algunas inscripciones. Resulta interesante descubrir toda la variedad de los colores del mármol existente en la montaña leonesa, que se utilizaba habitualmente en el XIX para elaborar lápidas y panteones de nuestro cementerio: blanco, gris, rosado o azulado.

Con la construcción de la Maternidad y las Anejas, algunos años más tarde, sobre los 80, se realizó un pequeño parque municipal anexo al primer edificio por el norte. De esta manera, quedaba ocupado totalmente el solar del primer cementerio que existió en la ciudad, ubicación prácticamente desconocida para la gran mayoría de los leoneses.