domingo, 24 de abril de 2016

León en la “Habitación Azul”



A comienzos del s. XVII, la aristócrata de origen italiano Catherine de Vivonne, marquesa de Rambouillet, se había hecho construir en el centro de París, muy cerca del Louvre, un bello palacete del que fue prácticamente diseñadora y cuya construcción influirá poderosamente en edificaciones posteriores. De inspiración italiana y de aspecto armonioso y claro, el edificio fusionaba prácticas nuevas como era el confort con la intimidad. En el exterior la marquesa plantó árboles (sicomoros) y césped, siendo la única mansión parisina que lo disfrutaba por aquel entonces.

Los contemporáneos subrayaban el efecto fantástico del palacio y su atmósfera mágica: “Madame Rambouillet ha descubierto el arte de hacer surgir en un terreno de dimensiones modestas un amplio palacio. El orden, la armonía y la limpieza distinguen tanto los ambientes como la decoración. En su casa todo es magnífico, todo es especial: las lámparas no son como las que se ven en otros sitios, las habitaciones están llenas de mil rarezas que confirman los conocimientos de aquella que las ha elegido. El aire está siempre perfumado; muchos cestos magníficos, llenos de flores, crean en su casa una primavera eterna; y el lugar en la que se la suele encontrar es tan agradable, tan bien ideado, que cuando uno está a su lado tiene la impresión de hallarse bajo el efecto de un hechizo”.

Ese “hechizo” del que se habla y que envolvía la residencia de la marquesa de Rambouillet, se matizaba, sobre todo, en una de las estancias del palacete. Ese cuarto era conocido como la Habitación Azul (Chambre Bleu).


La magia de la estancia, en parte, era cromática. Se abandonan los tradicionales rojo y siena, propio en las residencias de cortesanos y poderosos, y se comienza a coordinar los colores de paredes, telas y tapicerías, iluminando el interior con grandes ventanales que van desde el suelo al techo, que dejan ver el jardín de sicomoros ideado por la marquesa. Madame Rambuillet trasladó su dormitorio privado a una pequeña estancia, convirtiendo el gran dormitorio en el lugar de recepción, pintando de azul las paredes, tapizando del mismo color sillas y sillones y utilizando satén azul para cortinas y el gran dosel de la cama: la Habitación Azul

Mujer enfermiza, casi siempre encinta (tuvo siete hijos), recibía acostada, tumbada sobre un majestuoso lecho repleto de lacerías, almohadones y cojines, bajo un grandioso baldaquino.

El espacio entre la cama y la pared fue denominado ruelle (callejuela), allí se colocaron los sillones en los que los ilustres visitantes “conversaban” con la anfitriona. Durante más de treinta años madame Rambouillet recibió a nobles, artistas, literatos, clérigos y políticos, junto a las mujeres más cultas y refinadas de Francia, siempre en plan de igualdad, aunque posteriormente fueran conocidas conocidas como medias azules (bas-bleues), sinónimo de mujer intelectual. En aquel círculo o salón literario se conversaba sobre política, filosofía, economía, literatura … prohibiéndose los temas que pudieran resultar ofensivos y obviándose las frivolidades, los cotilleos o los ecos de escándalos. Se perfeccionaba el arte de la conversación, dando lugar a lo que se conocerá como cultura de la conversación.

Jean Regnand de Segrais, cuenta que la marquesa de Rambouillet, en contra de la estética culta de la época en Francia que denostaba la novela, se “formó con las obras literarias italianas y españolas”, pero sobre todo con la novela caballeresca y pastoril española del s. XVI, admirando y tomando como modelos los ideales caballerescos y, principalmente, el amor idealizado de Los Siete Libros de Diana de Jorge de Montemayor, novela pastoril de la que se hacía continua lectura en su Habitación Azul.

La escritora y estudiosa de la literatura francesa, Benedetta Craveri, en su libro La Cultura de la Conversación, considera que la marquesa de Ramboulliet, una revolucionaria cultural en su momento, buscaba un espacio alejado de la corte, el lugar ideal, idílico (locus amoenus), donde se produjera un encuentro libre entre gustos afines: “… un lugar donde el amor pudiese vivir de espera y no de satisfacción, y la mujer supiese inspirar admiración y respeto…”. De esta manera, madame Rambouillet trató de introducir en sus recepciones de la Habitación Azul aquellas ficciones arcaicas que exhalaban la inocencia, la gracia y la amabilidad de la vida pastoril, y una de estas novelas preferidas fue La Diana de Montemayor.


Esta novela, aparecida a mediados del s. XVI, inaugura en España el género pastoril, aunque este género tiene sus raíces en la antigua tradición literaria grecorromana. Los pastores protagonistas de estas obras no se parecen a los pastores reales. Éstos, siempre se encuentran entre paisajes idílicos, con cielos luminosos, bajo la sombra de frondosos árboles y a la orilla de bellos cursos de agua. Son filósofos, músicos o poetas y el sentido único de su existencia es el amor, pero siguiendo las doctrinas del neoplatonismo: lo trascendente no es conquistar a la amada, sino simplemente amarla, aunque ello suponga cierta amargura y desconsuelo.

Como hemos señalado, a mediados del siglo XVI apareció publicada en España Los Siete Libros de Diana, que, con nuevos planteamientos, rompía con la tradición de los celebrados libros de caballerías. La novela fue todo un éxito con varias ediciones y traducciones a otros idiomas, incluido el francés, que, como hemos visto y casi un siglo más tarde de su edición, estaba muy presente en las recepciones y lecturas que la marquesa de Rambuillet realizaba en su legendaria Habitación Azul.

¿Cómo llega el Reino de León, la ciudad de León y sus paisajes a conocimiento y distracción de eruditos, aristócratas y cortesanos franceses de la primera mitad del XVII, como llegan a la Habitación Azul? Jorge de Montemayor, el autor de Los Siete Libros de Diana, sitúa a los personajes de su obra en los prados leoneses de las riberas del Esla y en las montañas de León, cercanas a la “principal y antigua ciudad de León”.

Sobre el autor se conocen escasos datos. De posible origen converso, debió de nacer alrededor de 1520 en Portugal, cerca de Coimbra. De joven practicó la música y el canto, sin embargo, sus habilidades e inquietudes artísticas le llevaron a la novela y la poesía, pero no dejó aparte la vida militar y la aventura. Debió llegar a la corte española con el séquito de María Manuela de Portugal, esposa que será de Felipe II y madre del malogrado príncipe Carlos. Esos primeros años en la corte española le llevaron por Salamanca y Valladolid, pero todo hace pensar que debió conocer muy bien la zona oriental de León, regada por el Cea y Esla, donde las montañas norteñas y el agua que vierte desde ellas, producen pastos y campiñas propias para el ganado, así como idílicos paisajes que propician que el escritor fije allí a los principales personajes pastoriles de su novela. Sin embargo, todo hace pensar, que hubo otros motivos más poderosos, como veremos.

Son varios los personajes que intervienen en la novela, la mayoría naturales de tierras leonesas: Sireno, Delio, Alanio, Selvagia, Ismenia, … y la protagonista que da nombre a la obra, Diana. Cobra protagonismo también un templo pagano, el Templo de Diana, donde existen tres ninfas encargadas de su custodia. Casualidad o no, en el campamento de la Legio VII Gemina que dio origen a la ciudad de León, existió un importante templo extramuros del recinto campamental dedicado a la diosa Diana, en el que el legado de la legión entre los años 162-166 dC, Quinto Tulio Máximo, gran amante de la caza, depositaba sus trofeos. El legado dejó admirable constancia de las ofrendas en los versos que va realizando en una exquisita ara votiva consagrada por el propio militar. Como sabemos Diana es la diosa virgen de la caza, protectora de la naturaleza y reina de los bosques, Júpiter la armó con un arco y flechas y le otorgó como acompañantes un grupo de hermosas ninfas.


El nombre de Diana no es ajeno en la tradición leonesa, como tampoco la presencia de ninfas en la ciudad y alrededores, existiendo, asimismo, varias aras votivas dedicadas por militares de la Legio VII a las ninfas del lugar, que demuestra la abundancia de agua en la zona y el agradecimiento que se profesaba a las ninfas protectoras.

La novela de Montemayor mezcla la prosa y el verso y se imprime por vez primera en 1545. Según se desprende del argumento, en la obra se narran casos reales pero convenientemente encubiertos tras nombres supuestos. En 1603 fue traducida al francés y publicada en París por Pavillon, apuntando algunas notas muy interesantes acerca de la trastienda de la novela. Según estos apuntes, en España existía la creencia de que el autor tuvo intención de escribir los amoríos del Duque de Alba, a quien había servido militarmente en Flandes durante algunos años, y a quién encubriría bajo personaje del pastor llamado Sireno.

No obstante, era creencia en la época que fue el propio Jorge de Montemayor quien narró en la novela sus amores, bajo el nombre de Silvano, por una mujer conocida por su gran belleza llamada Diana, natural y vecina de Valencia de Don Juan, a los pies del Esla, Allí mismo donde se inicia la trama. El propio Lope de Vega en su Dorotea hace decir a su protagonista en el Acto 2º, escena 2ª: “¿Qué mayor riqueza para una mujer que verse eternizada? Porque la hermosura se acaba, y nadie que la mira sin ella que cree que la tuvo; y los versos de su alabanza son eternos testigos que viven con su nombre. La Diana de Montemayor fue una dama natural de Valencia de Don Juan, junto a León. Y Esla, su rio, y ella serán eternos por su pluma”.

Un monje del Monasterio del Escorial contemporáneo a los hechos, el Padre Sepúlveda, el tuerto, narra en su Historia de varios sucesos desde el año 1584 a 1603, como los reyes Felipe III y su esposa Margarita estuvieron en 1602 en Valencia de Don Juan, donde aún vivía aquella dama que, aunque ya anciana, guardaba restos aun de su hermosura.
Los reyes fueron a verla, movidos por la celebridad de la dama que el libro de Jorge de Montemayor le había granjeado.

En cambio el poeta y escritor portugués Manuel Faria de Sousa, también contemporáneo de los hechos, señala que la dama en cuestión no residía en Valencia de Don Juan sino en el pueblo cercano de Valderas, y que los reyes, Felipe III y Margarita, la hicieron venir desde aquella localidad a su presencia. 

Ni el monje Sepúlveda ni Lope de Vega habían expresado su claramente su nombre, sin embargo, Sousa la llamó Ana (semejante a Diana), por ser corriente disfrazar los nombres de las amadas en las obras literarias de la época. El escritor portugués se inclinó, sin mucho fundamento, a que la dama a la que se refería Montemayor era Juana Ana Catalana, que aparece en el Canto de Orfeo de Libro IV de la obra:

Aquella hermosura no pensada
que veis, si verla cabe en vuestro vaso;
aquella cuya suerte fue extremada,
pues no teme fortuna, tiempo y caso;
aquella discreción tan levantada,
aquella que es mi musa y mi parnaso;
Juana Ana Catalana, fin y cabo
de lo que en todas por extremo alabo.

A pesar de este apunte de Faria de Sousa, creemos más convincente lo que relata el Padre Sepúlveda refiriéndose al suceso ocurrido en 1602 en tierras leonesas: “Esta dama vivía aun en el Reino de León a principios del s. XVII, porque no fue fingida como otras, que celebraban los poetas. Cuando los Reyes Don Felipe III, y Doña Margarita volvían de Portugal, hicieron mansión en Valencia de Don Juan, y dicen le cupo por posada al marqués de las Navas y por huésped aquella famosa mujer, Diana, aquella que tanto alaba Jorge de Montemayor en su historia y versos, que, aunque vieja, todavía vive, y dicen se echa de ver que en su tiempo fue muy hermosa, que es la más hacendada y rica de su pueblo. Pues por ser tan famosa mujer, y haberla alabado tanto en su obra Jorge de Montemayor, la fueron los Reyes a ver y toda su corte a su casa, como cosa maravillosa, siendo mujer muy entendida y muy bien hablada”.

Sobre la cuestión del nacimiento de Diana si en Valderas o Valencia de Don Juan, el Padre Albano García Abad, escritor de temas leoneses, hace ya algunos años y en un artículo titulado “Sobre la patria de La Diana”, deja claro que aquella bellísima mujer de la que se “enamoró” Jorge de Montemayor y que dejó inmortalizada para siempre en su obra, claramente era oriunda de Valencia de Don Juan.

Jorge de Montemayor no llegó a conocer el éxito y trascendencia de su novela, ya que su vida errante y aventurera finalizó en el Piamonte, al parecer en un duelo, en 1561. La repercusión de la obra de Montemayor no solo la llevó a la famosa Habitación Azul para ser admirada por la intelectualidad francesa, sino a ser citada en la novela de las novelas: El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. En estos días que universalmente se conmemora la obra de Miguel de Cervantes en el 400 aniversario de su muerte, La Diana, de alguna manera, también está presente:

“…y sin querer cansarse mas en leer libros de caballerías, mando al Ama, que tomase todos los grandes, y diese con ellos en el corral … Así será, respondió el Barbero, pero ¿Qué haremos destos pequeños libros que quedan? Estos, dixo el Cura, no deben ser de caballerías sino de poesía: y abriendo uno vió, que era la Diana de Jorge de Montemayor. Y dixo: (creyendo que todos los demás era del mesmo género) estos no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entendimiento, sin perjuicio de tercero.” (Part.1,Cap.VI)




- Lectura de Moliere. Jean Francoise de Troy.
Catherine de Vivonne, marquesa de Rambouillet. Anónimo.
- Salón de damas. Abraham Bosse.
- Los Siete Libros de Diana, Jorge de Montemayor.
- 3 Pastoradas. Francois Boucher.
- Diana y las ninfas. Vermeer de Delft.
- Felipe III. Frans Pourbus el joven.
- Margarina de Austria. Anóonimo.
- Grabado. Castillo de Valencia de Don Juan.
- Que de libros por el Cura, la Ama y el Barbero. José Segre.







sábado, 16 de abril de 2016

LEÓN: el interior de sus iglesias


Hace algún tiempo publicamos una entrada sobre el “interior de las iglesias” (http://www.fonsado.com/2011/01/el-interior-de-las-iglesias.html), tomando como inicio los grabados que realizó Francisco Javier de Parcerisa del interior de nuestra catedral a mediados del s. XIX. En uno de ellos se aprecia la nave central en dirección oeste, hacia el coro, con el bello rosetón occidental al fondo y la mágica desintegración de la luz del mediodía al atravesar sus vitrales. Dos de las figuras principales que aparecen en el grabado, una mujer y un joven arrodillado, dirigen sus oraciones, curiosamente, de espaldas al altar mayor.

No vamos a entrar en la “desorientación” de estos fieles, pero si en algunos curiosos comportamientos, prácticas y usos de los feligreses durante los oficios religiosos de antaño pero, sobre todo, en la patente ausencia de mobiliario y desnudez de las naves de los templos a lo largo del tiempo.


En la actualidad nos resulta sorprendente imaginar el interior de catedrales, basílicas, iglesias o ermitas sin ningún tipo de mobiliario. En los primeros siglos los devotos ni siquiera se sentaban durante la predicación y cuando lo hacían, siempre por indicación del sacerdote o ministro, se sentaban en el suelo. En esta tesitura era posible y frecuente el movimiento o “traslado” de los fieles durante la celebración, asunto impensable hoy en día donde el sacerdote se ha convertido en el único actor de la “representación”, mientras los asistentes se sitúan estáticos en el puesto elegido y siempre con la vista fija en el celebrante.

A partir de los siglos XIV-XV se introduce en escasos templos algún reclinatorio casi siempre destinado a personajes destacados. Esta costumbre se impondrá más adelante en los templos protestantes con el fin de que los fieles pudieran sentarse durante los sermones que, a veces, duraban horas. La práctica irá adueñándose muy lentamente de las iglesias católicas, sobre todo después de la Contrarreforma (siglos XVI-XVII), que dará gran importancia a la “proclamación de la Palabra”.

A partir del XVII-XVIII comienzan a imponerse lentamente los grandes bancos con reclinatorio y respaldo alto, aunque en España, todavía en el siglo XIX e incluso a comienzos del XX, la mayoría de las iglesias permanecerán sin ningún tipo de amueblamiento, salvo algún que otro sencillo confesionario, los rocambolescos púlpitos o los impresionantes retablos, que se sitúan principalmente en el altar mayor para después ocupar las capillas laterales y, más adelante, cualquier punto en los lienzos laterales de las naves.

Como vimos en la anterior entrada, los pintores románticos españoles del XIX plasmaron magníficamente el interior de iglesias y catedrales, pero también rincones e íntimas ceremonias en pequeños templos. Unas y otras estampas delatan el ambiente y las costumbres de la feligresía española: entierros, oración, sermón, misa, etc. No hay como “acercarse” al cuadro y observar minuciosamente las escenas para desentrañar la actitud y el hacer de los fieles.

En alguna de estas representaciones también se pueden distinguir las distintas clases sociales, la vestimenta, el fervor religioso, la presencia de inválidos, de vendedoras, de amas de casa que acuden con su cesta o amamantan niños, … y hasta la tranquila presencia de algún que otro perro en aquellas inmensas naves que, vagabundeando o al lado de su dueño (Iglesia de San Isidro de Madrid de Pérez Villamil), asiste también a misa.


Existe un curioso testimonio de las costumbres y comportamiento de la clase alta en las iglesias, realizado por la condesa de D´Aulnoy en su obra “Un viaje por España en 1679”. La escritora francesa relata la conducta de hombres y mujeres de la clase alta madrileña en el interior de los templos:

"Las mujeres que frecuentan las iglesias acostumbran oír dos, tres y hasta una docena de misas; pero tan distraídamente que muestran bien a las claras estar pensando en otra cosa. Llevan manguitos de a media vara, hechos con la mejor marta cebellina, que no habrán costado menos de cuatrocientos o quinientos escudos; y los han de subir para sacar las puntas de los dedos. Usan también abanicos, tanto en verano como en invierno, y ni aun durante el santo sacrificio cesan de darse aire con ellos. Se sientan sobre las piernas y toman incesantemente rapé, pero sin mancharse, porque en esto, como en lo demás, son sus maneras correctas y pulcras. Durante la elevación de la sagrada forma, hombres y mujeres se golpean el pecho hasta una veintena de veces, con tanto estrépito que parece armada una riña. Los galanes se apresuran a rodear la pila de agua bendita apenas termina el oficio, para ofrecerla a las damas de su agrado, con algún piropo suplementario, al que saben ellas corresponder sobria y discretamente. El nuncio del Papa acaba de prohibir esa costumbre, conminando a los infractores con pena de excomunión.".


Como vemos la ausencia de mobiliario es patente. Damas y caballeros emplean las iglesias para, de alguna manera, relacionarse socialmente gracias a la inexistencia de mobiliario que no “obliga” a situarse en un mismo lugar durante el tiempo del oficio. Esta “libertad” hará muy factible la movilidad por la nave así como facilitará las relaciones entre los asistentes, al no estar obligados a permanecer estáticos ocupando un lugar determinado en un reclinatorio o en un banco.


En la anterior entrada, como ya comentamos, se mostraban ejemplos de interiores de templos, pintados magníficamente por artistas españoles del XVIII-XIX. Hoy queremos mostrar estampas cercanas, fotografías de los templos leoneses que, aunque muy escasas, reflejan fielmente el interior de nuestras iglesias y el comportamiento y aptitud de los leoneses en los oficios litúrgicos a finales del XIX y comienzos del siglo XX.

Comenzamos con nuestra catedral, la catedral de Santa María de Regla, de la que, como vimos, existe algún que otro grabado de su interior y alguna fotografía de finales del XIX y comienzos del XX.









De los primeros años del XX es esta fotografía del interior de la catedral. Se aprecian unas hileras de simples bancos corridos y enfrentados en perpendicular al altar mayor, situados entre éste y el crucero.


















Fotografía de la misma época, con escasas y sencillas bancadas a disposición de los fieles, situadas entre el crucero y el altar mayor.














Curiosa fotografía del interior de la catedral. Los fieles se congregan arrodillados ante el trascoro donde no existe ningún tipo de mobiliario. Es un día de Semana Santa de principios del XX. En los laterales se han colocado grandes cortinajes, lo mismo que en el arco de medio punto en la parte central del trascoro. Un sacerdote celebra la Eucaristía en el centro de la puerta. En el arco, sobre el altar, una representación pintada de la Sagrada Cena.


  

 


  








Pérez Villamil realizó este hermoso grabado del trascoro de nuestra catedral, nada menos que en la primera mitad del siglo XIX. Varios lugareños, con ausencia total de mobiliario, unos de pie otros arrodillados, siguen un oficio religioso o simplemente rezan. Pero también es lugar para charlar, como los dos varones que figuran en primer plano.








Estas dos fotografías están realizadas por Winocio Testera alrededor de 1900. Corresponden al interior de la Basílica de San Isidoro y, como puede observarse, aún en esos años no existía ningún tipo de mobiliario, salvo la doble puerta de entrada y un confesionario en la nave del Evangelio. 



San Isidoro unos años después aparece con varios bancos y reclinatorios. Poco a poco el interior de las iglesias se va llenado con mobiliario irregular y de colocación aleatoria: bancos sencillos sin respaldo, otros con respaldo y reclinatorio, o reclinatorios individuales. Estas sillas-reclinatorios solían dejarse permanentemente en la iglesia por su dueño. La más popular estaba fabricada con enea y se utilizaban tanto para sentarse como para arrodillarse.










Una imagen del interior de San Miguel de Escalada, la joya mozárabe del siglo X. La fotografía esta fechada en los primeros años del siglo XX y en la que se puede apreciar la carencia por completo de mobiliario.












Más antigua es esta fotografía de San Miguel tomada por J. Laurent a finales del XIX. El único mobiliario existente es un pequeño púlpito en la nave del Evangelio. Destacar los cortinajes existentes en el iconostasis.

  












Santa María de Arbás a primeros de siglos XX. A excepción de un candelero y el púlpito de metal, ningún mobiliario.
   



















Monasterio de Gradefes. Únicamente retablos, candeleros y un par de pequeños bancos enfrentados.








   

Esta última fotografía corresponde a la iglesia leonesa de San Martín. Posiblemente sea una toma realizada algunos años antes de 1900. La imagen es contundente. Mientras el cura hace su prédica subido al tradicional púlpito, los fieles, reflejo de una sociedad leonesa aldeana y agraria, escuchan atentamente las palabras del clérigo.

El templo carece de mobiliario. En primer plano, únicamente se aprecia una pequeña y sencilla banqueta de enea al lado de una mujer que, parece, estar sentada sobre otra igual. La mayoría de las mujeres se sientan en el suelo sobre las piernas cubriéndose con aparatosa y humilde vestimenta. Los hombre en pie al fondo.




- Catedral de León. Parcerisa.
- Interior de catedral. Pérez Villamil.
- La confesión. Pietro Longhi.
- Capilla de San Isidro en la iglesia de San Andrés de Madrid. Pérez Villamil.
- Idem. Pérez Villamil.
- Condesa de D´Aulnoy .
“Un viaje por España en 1679”. Condesa de D´Aulnoy.
- Misa solemne en una iglesia andaluza. Joaquín Fernández Cruzado.
- Varias iglesias de León y provincia.