viernes, 21 de marzo de 2008

¿Reino de Galicia?

Unos de los últimos artículos de Ricardo Chao publicado en su blog, Corazón de León, rebate con acierto el último parto de los nacionalistas gallegos, que defienden la existencia durante la Alta Edad Media de un reino dominante peninsular: el “Reino de Galicia”.

(Ramón en El Norte de Castilla)

Utilizando como base documentos medievales en los que figura o se hace referencia a “Gallaecia” o “Gallecie”, estos radicales defienden un protagonismo, un pasado medieval que solo existe en su delirio. Como buenos nacionalistas, necesitan continuamente reinventarse y atribuirse orígenes, tradiciones e historia, tergiversando y fagocitando, si es necesario, la cultura, el arte o la historia de sus vecinos, sin que falte, por supuesto, una buena ración de expansionismo territorial como punto recurrente de todas las ideas y políticas nacionalistas que se precien.

Ricardo Chao, con buen criterio, asegura que los razonamientos y alusiones planteados, se refieren a la provincia romana denominada Gallaecia, que incluía la actual Galicia, pero también a Asturias, norte de Portugal y gran parte de León y Zamora, y no exclusivamente a la región gallega que hoy conocemos.

Pero este asunto no es reciente. Desde hace años, se encuentran en la red foros de discusión sobre la defensa y existencia de un reino gallego continuador del reino suevo, y origen de la tradición y cultura de la actual comunidad gallega. Se leen cosas como esta (citamos textual): “… el reino de Gallaecia existía inmediatamente antes de la invasión árabe, y a él se refieren todas las fuentes como el reino que inició la Reconquista, independientemente de que en Asturias se refugiase algún resquicio de la monarquía visigoda”. Y otras: “Durante la Reconquista, en los ss. VIII-XIII, la hegemonía corresponde al reino gallego… ”. Y más: “Gallaecia (Galicia), sigue existiendo como reino hasta que en 1833 bajo el reinado centralizador de los Borbones se elimina como Reino y el territorio gallego queda distribuido entre la las provincias de La Coruña, Lugo, Orense, Pontevedra, y el occidente de Oviedo, León y Zamora. La parte sur de Gallaecia (el norte de Portugal), se había desgajado en el siglo XII y fundó el reino de Portugal”.

Todavía más: “Está desaparición política de Galicia no significó la desaparición de la identidad gallega, ya que en 1846 una minoría de gallegos se sublevó en armas por sus derechos nacionales (pronunciamiento de 1846), finalmente en 1981 se constituyó la comunidad autónoma de Galicia con las cuatro provincias actuales, sin incluir los otros territorios gallegos”. Otra: “Durante siglos, el Reino de Galicia había sido el más poderoso de todos los reinos cristianos del sur de Europa. Los monarcas galaicos de los reinos de Galicia y León, el territorio de la antigua Gallaecia, eran escogidos por la nobleza gallega, eran reyes gallegos que hablaban en gallego, se educaban en Galicia, gobernaban en gallego y eran enterrados en Galicia”.

Todo cambia, según ellos, en 1037 con la batalla de Tamarón, cuando Vermudo III “de Galicia” es derrotado por Fernando I de Castilla, entronizando “en Galicia” la dinastía real navarro-castellana, que nunca fue aceptada por los gallegos.

Todos estos comentarios giran alrededor de una supremacía gallega y la inexistencia prácticamente del Reino de León, que, al parecer, es un pequeño apéndice en el reino gallego. Baste como último ejemplo, lo que se cuenta sobre la coronación de Alfonso VII de León; citamos textualmente: “… el 17 de septiembre de 1111 en una glamorosa ceremonia en la Catedral de Santiago, ante los ojos de nobles y notables llegados de todas partes del Reino de Galicia, el príncipe Afonso Raimundes era coronado Rey Afonso VII de Galicia por el obispo de la iglesia Gallega, Diego Gelmires … el Reino de Galicia había vuelto a recuperar su dinastía real galaica. Aún más, en 1135 Afonso Raimundes se hacía coronar Imperador en el trono de León con la presencia de la nobleza y de la Iglesia gallega. Galicia había vuelto a recuperar sua predominancia política, colocando a un rey gallego como Imperador de territorios desde el Atlántico hasta el Ródano, en la extensión territorial que ningún rey galaico alcanzara desde el Galliciense Regnun …”.

Debe de quedar claro, como apunta Ricardo Chao, que las referencias a la Gallaecia no corresponden a los límites de la actual Galicia. La Gallaecia se origina en la nueva administración de Diocleciano, que fracciona la Tarraconense, una de las tres provincias que tenían su origen en la administración peninsular del emperador Augusto, en otras tres divisiones regionales, configurándose el mapa hispano en el s. III con cinco provincias: Gallaecia, Cartaginense, Tarraconense, Lusitania y Bética.

La invasión bárbara en el 411, supone el establecimiento de los suevos en la provincia Gallaecia, cuya frontera sur venía delimitada por el río Duero, mientras que el límite este lo conformaba el Esla-Cea. En un primer momento la expansión sueva se hace sentir hacia el sur, invadiendo la Lusitania y dominando ciudades tan importantes como Viseo y Coimbra. Una vez derrotados por los visigodos, la provincia de la Gallaecia vuelve a sus primitivas fronteras tras el Duero, al reclamar y exigir el metropolitano de Mérida al godo Recesvinto, la devolución de las sedes episcopales arrebatadas por los suevos a la Lusitania, lo que viene a demostrar la permanencia de la división provincial romana.

En la irrupción musulmana, la Gallaecia fue el único territorio que padeció en menor medida la invasión. Los problemas internos de los invasores, producen una retirada por el oeste hasta la línea del Tajo, quedando prácticamente despejada la zona ocupada en su día por los suevos, coincidente con la provincia romana de Gallaecia, territorio conocido por los musulmanes durante la Alta Edad Media como Gilliqiyyah o, también, Yilliqiyya, términos que son interpretados interesadamente por los nacionalistas gallegos, identificándolos exclusivamente con Galicia.

Prueba del error, lo ofrecen las crónicas musulmanas de Ibn Al-Atir, Ibn Idari, Al-Maqqari y Ibn Hayyan, entre otras, al citar poblaciones en distintas ubicaciones, como por ejemplo Astorga, León, Viseo, Oviedo o Coimbra, refiriéndose siempre a su ubicación en Gilliqiyyah o Yilliqiyya.
Otro referente a tener en cuenta, resulta de los primeros soberanos del noroeste peninsular que fueron conocidos fuera de sus fronteras como reyes de Gallaeciae, tanto por otros monarcas cristianos hispanos o europeos, como por los reyes musulmanes, y hasta por el papa Juan IX, que en su epístola a Alfonso III le denomina: Adefonsus glorioso regi Galliciarum (ver Sánchez Albornoz / Orígenes t. III).

Es verdad que, a pesar de la lucha norteña contra los invasores musulmanes en el s. VIII realizada por los considerados continuadores de los visigodos, Pelayo, Favila, Alfonso I, etc…, la región astur no consiguió asumir políticamente la totalidad del noroeste de la Gallaecia debido a la falta de recursos y a la problemática relación, según cuenta la Crónica Rotense de Alfonso III, con los cabecillas más alejados. No obstante, Alfonso II, en el s. IX, consigue importantes alianzas con los pueblos de la Gallaecia, en cierto modo independientes, que suponen grandes éxitos militares por el sur, llegando incluso hasta Lisboa.

Las campañas posteriores realizadas por los emires cordobeses, no hacen distinción del reino Astur preponderante o de los otros pueblos de la Gallaecia, dirigiendo sus ataques indistintamente hacia el norte del río Duero, sobresaliendo el ataque a León en el año 845. La obra de Ibn Hayyan, “Crónica de los emires Alhakam I y Abderrahman II”, dice lo siguiente sobre el asalto a la ciudad que, por supuesto, se encuentra en la Gallaecia: “… condujo la aceifa a Gilliqiyyah, Muhammad, hijo del emir Abderrahman … puso sitio a la ciudad de León, emplazando contra ella almajaneques, … los musulmanes entraron en ella, saqueando su contenido e incendiando sus viviendas. … Quiso destruir sus murallas pero fue imposible a causa de su espesor… por lo que hubo de dejarla, después de haberle hecho cuantas brechas pudo”.

A mediados del s. IX, durante los reinados de Ordoño I y su hijo Alfonso III, se realiza la “absorción” por el reino Asturiano de los pueblos “libres” que aún permanecían en la Gallaecia, integrándose todos en un solo reino con capital en Oviedo. Esa unión y la explosiva expansión al sur del Duero, hacen que los reyes ovetenses asuman la herencia de la Gallaecia romana y goda, además de las pretensiones sobre la totalidad del territorio hispano de los derrotados visigodos.

El 27 de diciembre de 1065, puede considerarse como el fin de la Gallaecia, al producirse la muerte de Fernando I y dividir su reino en tres: Castilla, como nuevo reino, fue para Sancho II, la Gallaecia occidental hasta Coimbra, también como nuevo reino, a García, y la Gallaecia oriental, el reino de León, muy recortado, a Alfonso VI.
En cuanto a la serie de opiniones y relatos sobre la historia de la región gallega, deformados y acomodados a la conveniencia nacionalista, tienen como único fin la invención de un origen antiguo y heroico y una historia admirable y grandiosa, a la vez de concienciar sobre una hipotética opresión de todo “un pueblo” a lo largo de los siglos. La grandeza no hay que buscarla en un pasado suevo ¿?, o el lugar de nacimiento de un rey, o la primacía mítico-religiosa de un sepulcro; la gloria y dignidad de un pueblo se encuentra en el respeto y la convivencia con los demás, aceptándose como se es y forjando su grandeza día a día.

Sin embargo, tratan de distanciarse, de diferenciarse, buscando orígenes y hechos de hace 1.500 años protagonizados por un pueblo invasor de origen centroeuropeo que, como lo habían hecho todos los anteriores y harán los posteriores, arruinaron y robaron poblaciones y campos, y saquearon y asesinaron a sus habitantes. Pero su alucinación permanente les hace concebir majaderías históricas como la que ha propuesto el BNG en el Preámbulo del nuevo Estatuto de Autonomía para Galicia: "Conscientes de que ... a chegada dos suevos consolidou o marco político dun Reino de Galiza ... e a nosa existencia como nación" .


Estandarte del "Regnum Sueborun", ... ¿os suena?


domingo, 9 de marzo de 2008

Los "orígenes" de la Semana Santa

La Semana Santa es la fiesta cristiana por antonomasia. Fue en Tierra Santa donde se inició la conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, creándose una liturgia específica y generando las primeras procesiones, no con imágenes como en la actualidad, sino con las propias reliquias de la Pasión.

Interesante resulta el testimonio de la peregrinación que realizó a los Santos Lugares a finales del s. IV, entre los años 381 al 384, Eteria, una religiosa de ascendencia noble y notable cultura. Oriunda del NO español, posiblemente del Bierzo, Eteria se revela en sus escritos como una mujer inquieta, de ilimitada curiosidad y profundamente religiosa. En su viaje a Tierra Santa, detalla la liturgia y las celebraciones por las calles y alrededores de Jerusalén, comentando que, “son parecidas a las que se realizan en mi tierra”. Este dato curioso que ofrece la religiosa, muestra que ya en el s. IV existían por la zona leonesa procesiones o manifestaciones religiosas que conmemoraban en la calle la pasión y resurrección de Jesucristo.

Sin embargo, los antecedentes de la Semana Santa, que en principio pudiera pensarse que son perfectamente conocidos, se pierden en la noche de los tiempos, resultando fundamental su entronque con las antiguas celebraciones hebreas, que a su vez enlazan con los antiguos cultos mágicos y supersticiosos que tienen su origen en las celebraciones del inicio de la primavera.

Las conmemoraciones ancestrales de la llegada de la primavera, se caracterizan especialmente por dos ritos que en principio no tienen nexo de unión: el pan ácimo y la sangre del cordero, ceremonias pertenecientes a sociedades agrícolas y nómadas respectivamente, que son dos culturas, dos mundos completamente distintos. La primera refleja la preocupación de los primeros agricultores que, tras obtener la incipiente cosecha de la temporada, procuraban no mezclarlo con la levadura de la cosecha anterior, era un acto de renovación. La segunda, el ritual de las tribus de pastores nómadas, coincide con el brote de los pastos en primavera y el nacimiento de las primeras crías, y consistía en sacrificar un cordero con el fin de obtener fecundidad y prosperidad, a la vez que derramaban la sangre alrededor de su tienda o refugio con el fin de evitar la entrada de espíritus malignos.

Con el paso del tiempo, las tradiciones del pan sin fermentar y la sangre del cordero se funden en el pueblo judío, como consecuencia de la penetración en la región agrícola de Canaán de tribus nómadas procedentes del norte, y se detallarán y mencionarán en la Biblia como vínculo de origen, cultura, creencias y simbolismo que identifica al hombre hebreo con la actitud de sus antepasados, haciéndole partícipe de un espíritu común a través del tiempo.

Estos dos ritos se asociarán con la liberación del pueblo de Israel después de varios siglos de cautiverio en Egipto (s. XVI a.C.), y serán el origen de la Pascua judía, la conmemoración de su salida de Egipto después del envío de la última y más terrible de las diez plagas que Yahvé envió sobre los opresores. El Señor, según relata el Éxodo, alerta a Moisés y Aarón de que un ángel exterminador (el atávico espíritu maligno) pasará dando muerte a todos los primogénitos, por lo que los hebreos deberán protegerse señalando las puertas de sus casas con la sangre de un cordero sacrificado (Ex. 12, 1-28).

El suceso ocurre en la fiesta del pan sin levadura, y precisamente será el pan sin fermentar el que se llevarán al huir precipitadamente de Egipto (Ex. 12, 32-39). El rito nómada de la sangre protectora se volverá religioso, y la ceremonia de origen agrícola, el pan ácimo, se tornará en acontecimiento histórico, adquiriendo una nueva dimensión: el cambio milagroso de la totalidad de un pueblo de la servidumbre y la esclavitud, a la vida y la libertad. A partir de ese momento, el pueblo judío celebrará la Pascua (pésaj), que viene a significar “tránsito” o “paso”.

Sin embargo, la fecha de celebración siempre fue imprecisa y variaba en el día de la semana y entre las propias comunidades judías. Con la confección de un nuevo calendario, que tampoco es puesto en práctica por la totalidad de los hebreos, la celebración de la Pascua se realizará en el que será el primer mes del año bíblico, el día 14 del mes nisán, (Ex. 12,2 y Lv. 23, 5-6). En la actualidad, el pueblo judío celebra la Pascua el primer día de luna llena, tras el equinoccio de primavera, este año el 20 de abril.

En cuanto a la celebración de la Pascua por parte de los cristianos, tiene su inicio y entronque en la fiesta hebrea. La pasión, muerte y resurrección transcurren durante la celebración de la Pascua judía, y Cristo, con la celebración antes de su pasión y muerte de la denominada “última cena”, instituye la conmemoración cristiana partiendo de la ceremonia propiamente judía en la primera luna llena de primavera contando con los mismos elementos, pero trasmitiendo un nuevo mensaje: pan=cuerpo y vino=sangre, “haced esto en recuerdo mío” (Lc. 22,19).

No es de extrañar, que los primeros cristianos continúen celebrando la Pascua del Señor al mismo tiempo que los judíos, en la noche del plenilunio del primer mes de primavera. El papa Víctor, en el s. II, se aleja de la coincidencia hebrea y traslada la fiesta al domingo de la semana de la primera luna llena, con el fin de celebrar la Resurrección.

En el Concilio de Nicea del 325 d.C, se acordó que la Pascua, el Domingo de Pascua o Resurrección, se celebrará siempre después del equinoccio de primavera, y será el domingo siguiente al plenilunio, cuya fecha oscila entre el 22 de marzo y el 25 de abril.

En cuanto a las conmemoraciones de la Semana Santa actuales, ya comentamos que Eteria aseguró la existencia en el s. IV de celebraciones y manifestaciones por las calles. En la Baja Edad Media, se extiende la realización de escenificaciones durante el Jueves y Viernes Santo, como fin didáctico para el pueblo: el lavatorio, vía dolorosa, crucifixión, etc. Tras la celebración del Concilio y Trento y en plena Contrarreforma, entran en decadencia las representaciones y empiezan a realizarse escenas de pasión compuestas por imágenes que se procesionan a hombros de hermandades para evitar la heterodoxia y el descontrol habitual que a veces suponían las representaciones en vivo, resultando éstas, según la jerarquía religiosa y política, muy perniciosas para la vida espiritual y religiosa, reiterando continuamente las prohibiciones para su representación.

Salvo alguna importante excepción que a llegado hasta ahora, en el s. XIX el Estado y la Iglesia consiguen eliminar las escenificaciones religiosas, aunque no se logra postergar por completo las procesiones de tallas sobre pasos o tronos que, a duras penas, se mantienen en Andalucía, León y Castilla, aunque adaptadas a una nueva época, sobre todo en las principales ciudades, aunque muy alejadas de sus componentes trágicos y medievales.