No resulta difícil comprender el fuerte simbolismo del solsticio de verano en un mundo en el que la supervivencia se ajustaba a los ciclos que marcaba la naturaleza. Era el momento intermedio entre la siembra y la recolección y su celebración es tan antigua como la misma humanidad. Para el hombre la continuidad del Sol era la garantía del crecimiento de las cosechas, la persistencia del ganado y de su propio bienestar; por esta razón se encendían hogueras y se realizaban todo tipo de ritos de fuego con el fin de ayudar al Sol a renovar su energía.
Como todas las fiestas y tradiciones paganas, la fiesta del solsticio se sacralizó por los cristianos conmemorando el nacimiento de Juan el Bautista. El Evangelio de Lucas (1,38) cita que, los días siguientes a la Anunciación, María fue a visitar a su prima Isabel cuando ésta se encontraba en el sexto mes de embarazo. De esta manera, no fue difícil fijar la solemnidad de Juan el Bautista que serán seis meses antes del nacimiento de Cristo el 24 de diciembre, concretamente el 24 de junio.
Curiosamente las fiestas de los santos siempre se celebran el día de su muerte, pero en el caso del Bautista se hace una excepción y se conmemora el día de su nacimiento. San Juan Bautista es considerado por
La mitología cuenta que Saturno al ser destronado por su propio hijo Júpiter, se cobijó junto al dios Jano y en reconocimiento le confirió la facultad de ver el pasado y el futuro simultáneamente para poder obrar con sabiduría en el presente. Es el prototipo del hombre iniciado, dotado de plena conciencia, iluminado. Jano es el maestro, el señor del conocimiento y el que facilita el acceso a los iniciados para llegar a los misterios.
El culto a Jano se trasmitió a los constructores y canteros medievales, y de esta manera, pasó a la construcción e iconografía cristiana bajo el culto de los “dos San Juan”: el Bautista, cuya festividad se produce en el solsticio de verano (el 24 de junio), y el Evangelista en la celebración del solsticio de invierno (el 27 de diciembre), siendo representados casi siempre con aspecto atractivo y juvenil, y, en cierto modo, como personajes con fisonomía andrógina.
Así todo, en la noche de San Juan, en el solsticio de verano, como escribe el historiador de las religiones el rumano Mircea Eliade, sucede algo especial, distinto. Todo el que ha saltado sobre las llamas y danzado en torno al fuego, el que ha enlazado su mano con un desconocido o con la persona amada, sabe y conoce del poder de esa noche mágica.
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